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La fascinación por las islas y el Derecho Internacional, 3/5

septiembre 29, 2014

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional

Antonio Remiro Brotóns

El guano -y los huevos de tortuga- aún pueden dar algún juego adicional en las disputas sobre la soberanía insular dentro del espectro de la manifestación de efectividades que un Estado puede alegar frente a otro que carece de ellas. Sabemos que las efectividades no pueden prevalecer sobre un título de dominio preexistente, a menos que medie aquiescencia, pero cuando este título no es probado o es dudoso, las efectividades cobran una relevante significación por insignificantes que sean. Que los habitantes de San Eustaquio, posesión neerlandesa, pescasen tortugas y recolectasen huevos en la isla de Aves desde mediados del siglo XVIII no sirvió para apuntalar el título de los Países Bajos sobre la isla frente a Venezuela, como heredera de España y primera en tener allí una fuerza armada. O al menos así lo decidió la reina Isabel II de España en el laudo que dictó el 30 de junio de 1865. Pescar tortugas y recolectar huevos fue, en cambio, muy provechoso para Malasia en su disputa con Indonesia por las islas de Pulau Ligitan y Pulau Sipadan, ante la Corte Internacional de Justicia, como lo fueron otras mínimas efectividades advertidas por la Corte en los cayos en juego entre Nicaragua y Honduras, o en Pedra Branca y otras rocas menores, en litigio entre Malasia y Singapur. Descontada la inocencia, la previsión, la picaresca o la fortuna determinan la suerte de estos accidentes.

Isla de las Aves

Cualquier actividad productiva sobre un pedazo de tierra permanentemente por encima de las aguas, por reducida que sea su superficie, podría ser invocada para obviar las consecuencias que el actual derecho del mar aplica a las ‘rocas’ no susceptibles de habitación ni vida económica propia, que pueden contar con mar territorial, pero no, a diferencia de las islas, con plataforma continental o zona económica exclusiva. Cuando la isla/roca se encuentra a menos de cuatrocientas millas marinas de una costa extranjera la circunstancia de su calificación ha de influir en la delimitación de los espacios marinos de los vecinos. Curándose en salud Venezuela supo negociar en los años setenta del pasado siglo ventajosos tratados con Estados Unidos y con los países europeos con departamentos y territorios ultramarinos vecinos de Aves, pero los microestados insulares que también la rodean han planteado reclamaciones que hasta ahora mantienen embridadas las pródigas políticas energéticas de Caracas.

Aves es, por otra parte, una isla que, al parecer, se está hundiendo, lo que requiere, para mantenerla a flote, inyecciones de hormigón, tal como el mismo Japón hace en su pretendida isla de Okinotorishima, a la que su ‘descubridor’ español, Miguel López de Legazpi, primer gobernador de Filipinas, llamó Parece Vela, en 1565. Okinotorishima no pasa de ser un par de piedras que sobresalen del agua no más de medio metro en pleamar y entre las dos miden ocho metros cuadrados en medio de un atolón rodeado de un arrecife de coral sumergido con una superficie no mayor de cinco kilómetros. Sobre esa base el Japón ha derramado miles de millones para crear una estructura artificial con acero y muros de cemento que le permita reclamar una zona económica exclusiva que por el carácter oceánico de esta singularidad marina rebasaría los cuatrocientos mil kilómetros cuadrados. Se explica que China manifieste su desacuerdo cuando se pretende colar como una isla estas dos exangües rocas.

Okinotorishima

De convertirse en bajíos, ¿conservarían como adquiridos o históricos los derechos que otrora les fueron reconocidos? El cambio climático y la elevación de las aguas oceánicas pueden causar estragos. Las Maldivas, en el Índico, y Kiribati, Vanuatú o las Marshall, en el Pacífico, cuentan con islas y rocas que no rebasando los cinco metros en pleamar corren el riesgo de acabar sumergidas a tiempo parcial si las predicciones científicas -a las que los políticos primimundistas y emergentes prestan lip service, pero no plata– se confirman. Alejandra Torres Camprubí en una excelente tesis de doctorado leída recientemente en la Universidad Autónoma de Madrid, ha identificado no menos de setenta islas y atolones coralinos en el Pacífico en esta dramática situación. Interesantes cuestiones de relocalización de poblaciones y hasta de identidad, supervivencia del Estado, su proyección y límites marítimos, se plantean.

Con o sin cambio climático, las erupciones volcánicas han tenido un doble y contradictorio efecto, destructor y creativo, sobre las islas a lo largo de los siglos. Todos sabemos cómo Krakatoa reventó en agosto de 1883 desperdigando sus restos en una lluvia de piedras incandescentes y un tsunami de fuego y cenizas que asoló miles de kilómetros alrededor con pérdida de cerca de cuarenta mil vidas. Sin embargo, el mismo volcán sumergido dio a luz en 1928 a Anak Krakatau (el hijo de Krakatoa), que ha ido creciendo y hoy es una isla que rebasa los trescientos metros de altura. Los vulcanólogos pronostican que padece un mal genético que un día unirá su destino al de su padre: reventar.

Cincuenta años antes, en enero de 1835, la erupción del Cosigüina en la península nicaragüense que ocupa uno de los extremos del Golfo de Fonseca alteró radicalmente la topografía del Golfo. Un islote al que algunos mapas, como la Carta náutica de Thomas Jeffreys (1775) y el mapa de Vandermaelen (1827), llamaban Cullaquina desapareció y, en su lugar, afloraron dos, los actuales Farallones de Cosigüina, que ya se registran en el mapa de Sir Edward Belcher (1838).

Haritiri Dipla, tras redactar la voz sobre Islands para la MPEPIL, recibió el encargo de una secuela sobre las nuevas islas en que recuerda la aparición en julio de 1831, al sur de Sicilia, de una de ellas, fruto también de procesos volcánicos, cuya soberanía pudo provocar un conflicto internacional. Puesto sobre la pista, el suceso bien podría dar lugar a una comedia italiana. Nada más tenerse conocimiento de la aparición de la isla los diligentes ingleses surtos en Malta despacharon un navío, bautizaron al bebé de Vulcano como Graham e izaron su bandera. El rey de las Dos Sicilias, advirtiendo su situación entre Sicilia y Pantelaria, consideró que el bebé sólo podía ser suyo y le dio su nombre (Ferdinandea). Los franceses, apóstoles del menage à trois, lo reclamaron para sí y lo llamaron Julia. Hasta España se añadió a la lista de aspirantes.

Al final, la misma naturaleza que creó el problema vino a resolverlo al sumergir de nuevo el promontorio seis meses después de su aparición. Por si acaso aflora de nuevo, pues se encuentra a menos de diez metros de la superficie, buceadores italianos colocaron una estela reafirmando que “l’isola Ferdinandea era e resta dei Siciliani”. He leído que en 1980 un avión de los Estados Unidos bombardeó la cresta de la isla sumergida al confundirla con un submarino libio. Se non e vero e ben trovato. El volcán no tomó represalias. Resiste, en cambio, Surtsey Island, que apareció a diez millas del grupo de las Westmannaeijar, en 1963. Aunque hoy es la mitad de lo que era por efecto de la erosión, parece que sobrevivirá por más de un siglo. Reclamada sólo por Islandia no plantea controversia.

Kiribati

Cabe compartir el criterio de que toda isla emergente en el mar territorial de un Estado le pertenece; pero dado que sobre la plataforma continental la soberanía trueca en jurisdicción, la extensión del mismo criterio es, en este caso, más dudoso, aunque personalmente, si concebimos las islas como expresión natural de una plataforma que es proyección de nuestra costa esa extensión cuenta con mi simpatía. Considerar que la isla nueva es res nullius es hacer el juego de los más poderosos. Esta tesis arruinaría además las inteligentes previsiones de algunos tratados de delimitación de espacios marinos (como el indo-birmano de 23 de diciembre de 1986) disponiendo la adjudicación a las partes de las islas que puedan surgir en los espacios bajo su jurisdicción sin que ello repercuta en la divisoria. Res inter alios acta, los terceros no se considerarían obligados.

Una nueva isla puede ser objeto de litigio atendiendo a su situación entre Estados vecinos e influir en la delimitación si ésta está pendiente. Pero no debe aceptarse su ocupación por cualquiera como título de dominio ni la alteración de un tratado de delimitación en vigor apalancado por la norma de la estabilidad de las fronteras frente a la que no cabe invocar un cambio fundamental de las circunstancias de la conclusión de un tratado ni solicitar la revisión de una sentencia, al menos en los términos en que se producen los estatutos judiciales y los reglamentos y compromisos arbitrales.

Erupciones volcánicas en lugares remotos del océano pueden provocar la aparición de islas efímeras, como la Ferdinandea, o aparentes, confundidas con balsas de piedra pómez flotantes sobre las aguas. La María Theresa Reef (o Tabor Island) fue avistada en 1843 por el capitán Taber (que no Tabor) que le dio el nombre de su ballenero. Una experiencia similar fue la del capitán del Jupiter en 1878 y así –Jupiter- denominó el Reef que vio o creyó ver. El Wachusset Reef fue señalado por el capitán del barco homónimo en 1899. Otro tanto sucedió en 1902 con el Ernest Légouve Reef. La lista podría alargarse sin duda. Ninguno de estos accidentes ha sido luego visto de nuevo. Tal vez alguno de los navegantes se demoraba en la mar con una cierta carga etílica, buscaba notoriedad, sentía una fuerte frustración sentimental o era un bromista. Pero lo más probable es que su observación fuera acertada, que vio una isla que existió durante semanas o meses o creyó verla en un magma de residuos volcánicos llamados a desaparecer a corto plazo.

La cartografía suele registrar estas pretendidas islas hasta que se verifica fehacientemente su inexistencia. Lo hace por consideraciones de prudencia. No hay que escandalizarse, pues, ni ridiculizar a los responsables de los servicios cartográficos por pecar de ingenuos o por falta de rigor. Todo lo contrario. Ocurre, sin embargo, que el acceso popular a una información antes relativamente reservada por la divulgación de mapas de instituciones como la National Geographic o Google Maps, hace que las rectificaciones se conviertan en noticia. Eso ocurrió no hace mucho con Sandy Island (Île de sable), cartografiada desde finales del siglo XIX cerca de Nueva Caledonia, una vez que un barco topógrafo de la Armada australiana verificó la inexistencia de una isla en las coordenadas en que debía figurar según los mapas.

2 Responses to “La fascinación por las islas y el Derecho Internacional, 3/5”


  1. La tesis doctoral de Alejandra Torres Camprubí que cita Antonio Remiro en esta entrega de su ensayo y que tuve el placer de dirigir será publicada el año próximo en inglés. Quizá Alejandra pueda decirnos el título o al menos la editorial. ¡Enhorabuena!

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  2. Alejandra Torres Camprubí Says:

    En este maravilloso ensayo, el Profesor Antonio Remiro Brotóns nos deleita una vez más con su característica pluma narrativo-histórico-jurídica, que se podría decir constituye, prácticamente, un nuevo género literario. Comparto con el Profesor Remiro su fascinación por las islas, ya que en efecto constituyen el corazón de mis tesis doctoral, dedicada al riesgo de extinción de los Estados insulares del Pacífico por los efectos del cambio climático. Tuve el honor de ser dirigida por el Profesor Carlos Espósito, y de contar con un fabuloso tribunal de tesis, presidido por el Profesor Remiro. El próximo año podré compartir con todos mi propia fascinación por las islas con la publicación de mi tesis doctoral en Brill/Nijhoff, y que formará parte de la Serie ‘Legal Aspects of Sustainable Development’ dirigida por el Profesor David Freestone. ¡Gracias por el apoyo y las felicitaciones!

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