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Reflexiones de un internacionalista sobre la pandemia./1. Sobre la verdad y las mentiras en tiempos de coronavirus, por Javier Roldán Barbero

junio 10, 2020

Nota: Esta es la primera de una serie de “Reflexiones de un internacionalista en tiempos de pandemia” del profesor Javier Roldán Barbero (Universidad de Granada) publicadas en seis entregas: (1) sobre la verdad y las mentiras en tiempos de coronavirus; (2) el tiempo y la Covid-19; (3) el espacio: sobre lo individual y lo colectivo en tiempo de coronavirus; (4) los derechos individuales y los derechos (y obligaciones) estatales; (5) ¡Europa, Europa!; y (6) la cacofonía del nuevo mundo.

Por Javier Roldán Barbero
Catedrático de Derecho internacional público y Relaciones internacionales, Universidad de Granada (jroldanb@ugr.es).

No sé muy bien, la verdad, cómo empezar estas meditaciones internacionalistas, y también introspectivas, sobre el maldito coronavirus. En realidad, no se sabe a ciencia cierta tampoco cómo se generó. Llamarlo “un virus chino” no parece, desde luego, descabellado, aunque sea políticamente incorrecto, y hasta de implicaciones geoestratégicas (en todo caso, es una denominación más precisa que la de “gripe española” para la pandemia desatada en 1918). No sabemos si fue un acto deliberado o, más probablemente, negligente. Sí parecen fundadas, en cambio, la opacidad y la demora, con sus consecuencias perniciosas, por parte de las autoridades chinas.

Esto nos lleva a reflexionar, primeramente, sobre las verdades y las capacidades. No es cierto el dicho popular de que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero…

Desde siempre ha habido una dialéctica entre técnicos y políticos a la hora de gestionar los asuntos públicos. La demagogia fue acuñada y practicada en la Grecia clásica. La propaganda ha sido la divisa de regímenes políticos pretéritos. La tecnocracia ha sido vituperada so pretexto del superior mandato de los pueblos. El experto ha sido a menudo tildado de pedante, aunque es verdad que la condición de experto se la arrogan personas de toda laya y que los genuinos especialistas sucumben con facilidad al discurso y al dinero fáciles. La meritocracia, la ideología y el compromiso han reculado a favor del carisma y de la fachada.

De un tiempo a esta parte, el bulo político ha cobrado una inusitada relevancia. El neologismo “posverdad” y el anglicismo “fake news” están a la orden del día, complicando la atribución de los méritos y culpas de nuestro tiempo, la depuración de la verdad, el esclarecimiento de responsabilidad política por las decisiones y actuaciones. La era digital, además de propagar el saber, ha contribuido en gran medida a la difusión de la mentira y la vejación. El conflicto político atañe también a los hechos: si los hechos no se amoldan a las ideas (¡a las convicciones!), peor para ellos: estamos ante los “hechos alternativos”; también ante la confusión entre la realidad y el deseo: tantos wishful thinking… Este estado de cosas se retroalimenta con el nacionalpopulismo, la democracia iliberal, “sentimental” (Arias Maldonado). No hay que fiarse tampoco de las estadísticas oficiales, fácilmente manipuladas. Hay innumerables Estados y gobiernos “oficialmente” mentirosos, y no solo entre las dictaduras, que engañan con cifras a la opinión pública y a los organismos internacionales, ahora que se estila clasificar a los países con arreglo a mil criterios. El miedo aviva el desvarío, la irrealidad, las teorías conspiranoicas. Claro, el Gobierno de turno puede siempre invocar las “mentiras piadosas”: un falseamiento de la verdad en aras de amortiguar los miedos, de hacer más digeribles las contrariedades entre la población. En todo caso, la coherencia entre lo dicho y lo hecho escasea, lo mismo que la ecuanimidad, al tiempo que abunda el postureo moral.

Este cuadro se ha disparado, y disparatado, con la eclosión de la Covid-19, la “infodemia”, en terminología de la propia Organización Mundial de la Salud, víctima ella misma de este fenómeno y tan mediatizada por la política. Un mismo personaje, como Bill Gates, puede ser santificado por sus propiedades adivinatorias y su generosidad hacia la pandemia, y, simultáneamente, demonizado como instigador del coronavirus. Las religiones, oficialmente, se han plegado a la realidad de las cosas, a diferencia de lo que hicieron antaño; pero dirigentes desbocados, acostumbrados a negar los hechos y a denostar (cuando no eliminar) al disidente, han desatado, con graves daños para la salud pública, su ira y sus delirios: Bolsonaro, Trump, Duterte, Lukashenko, etc. Casualmente, ha muerto en estos tiempos coronarios Robert May, un sabio polivalente que defendió que las decisiones políticas estuvieran sustentadas en bases científicas. Una teoría y su contraria pueden ser verdaderas o falsas, o ambas cosas a la vez, e intercambiar esta condición en un breve lapso de tiempo, tal como Eugène Ionesco ironizó en “Rinocerontes” –una comedia del absurdo sobre la metamorfosis “viral” de las personas en rinocerontes- con el papel del lógico, quien, preguntado sobre si un perro podría ser un gato, contestó muy circunspecto: “Lógicamente, sí. Pero lo contrario es también cierto”. Los mismos gobiernos, como el nuestro, menosprecian los méritos y los perfiles, que llegan a tergiversar, priorizando la lealtad personal y política en la designación de los puestos públicos (situando a un filósofo, pongo por caso, al frente del Ministerio de Sanidad).

En los estudios internacionales hay una larga tradición de predominio del idealismo sobre el realismo, confundiendo, de  buena o mala fe, el mundo que es con el que podría o debería ser.

Sobre los fenómenos económicos y sociales hay, ya se sabe, un amplio margen de opinión, lo que facilita que se pontifique (y hasta se deslumbre) alegremente con ellos. El fenómeno que nos azota es fundamental y originariamente físico-natural. La Covid-19 ha alentado el interés, la importancia, la urgencia por la ciencia “de bata blanca”. Está siendo, sin embargo, muy ardua y controvertida la lucha científica contra la pandemia  ante un panorama con pocas constataciones claras, en que la realidad supera a la ficción, la ciencia se aproxima a la ciencia-ficción y la ciencia-ficción al costumbrismo. La ciencia se opone al infundio y al juicio acelerado, pero ella misma trabaja, buscando la verdad, con la técnica de la prueba-error. Negar la ciencia se ha convertido, ya con el cambio climático, en una postura ideológica, desafiante. La ciencia, privada y pública, también se presta –llevada por el narcisimo, el mercantilismo, el afán de gloria- a la propaganda, a la mentira, a la trifulca política, como está ocurriendo con el debate sobre la hidroxicloroquina y con la búsqueda de la vacuna salvadora entre las potencias. El factor humano, político y social se interfiere en la investigación científica. Necesitamos comisiones de la verdad, un fact-checking global e imparcial para determinar el origen, la prevención, el tratamiento, las responsabilidades asociadas a este enemigo invisible y minúsculo, este “fuc… virus”, como se diría en una película del Hollywood actual, seguramente ya preparado para producir el gran largometraje de estos tiempos, convertidos en pura distopía. En suma, y aunque la pandemia ha revalorizado a los sabios y postergado a los cantamañanas, el conocimiento y la verdad no siempre se saben localizar ni personalizar, y la serendipia también juega su papel. Está claro que la verdad no se presenta siempre como un bien perseguido, alcanzable o liberador, y que el discurso visceral se impone con frecuencia al racional. En los estudios internacionales hay una larga tradición de predominio del idealismo sobre el realismo, confundiendo, de  buena o mala fe, el mundo que es con el que podría o debería ser.

One Response to “Reflexiones de un internacionalista sobre la pandemia./1. Sobre la verdad y las mentiras en tiempos de coronavirus, por Javier Roldán Barbero”


  1. Javier, creo que la decisión de designar un nombre desligado de una identificación nacional para el coronavirus está bien justificada. Para mí la razón más poderosa para elegir Covid-19 está en proteger a la gente, cualesquiera sea su nacionalidad, especialmente frente a posibles discriminaciones y la vulneración de otros derechos humanos. Esta preferencia por la desconexión nacional basada en los derechos de los ciudadanos no exime ninguna responsabilidad internacional.

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