El gran jurista Pablo Salvador Coderch afirma en el último editorial de la Revista InDret que hay que reducir la duración de la carrera de derecho en España, al menos tal y como está diseñada en la actualidad. Estoy de acuerdo. La carrera de derecho en las facultades de las universidades españolas requieren cuatro años de estudios de grado y, si el estudiante lógicamente quiere optar al examen para ser abogado, un año y medio más de una maestría obligatoria. Esto es, cinco años y medio de estudio del derecho en un sentido monotemático, como dice el profesor Salvador Coderch. Sus argumentos se basan en varios motivos sustantivos con buenos fundamentos, como el hecho de que se necesita una visión más amplia, menos rígida de los estudios jurídicos. Un diseño flexible de los estudios jurídicos permitiría, entre otras cosas, que los profesores tuviesen más libertad para enseñar lo que saben mejor, es decir, lo que están investigando y está conectado con su producción académica. Claro, esta decisión no puede dejarse totalmente a los profesores de derecho, porque el corporativismo tiene fuertes incentivos para impedir la flexibilización de los estudios, ya que necesariamente implicará la eliminación de materias tradicionales en las aulas jurídicas, aunque ello no signifique que se borren los mejores contenidos y discusiones de esas materias.
Hay, además, un elemento económico reprochable en la estructura actual de los estudios jurídicos: el diseño de la carrera de derecho en España es elitista, favorece a quienes tienen más recursos económicos y no necesariamente a quienes tienen más capacidad. Esta característica es evidente en la opción por la profesión de abogado, que obliga a cursar una maestría obligatoria de más de un año, que implica un esfuerzo económico añadido importante para los estudiantes de derecho, que disponen de escasas becas y, si pueden permitírselo, deben afrontar esos costes con trabajo, ayuda de sus familias o préstamos bancarios. En los casos en que los estudiantes opten por la judicatura, la fiscalía, la abogacía del Estado, el diseño institucional agudiza su elitismo ya que los exámenes para acceder a esos cuerpos llevan años de preparación una vez finalizados los estudios de grado en derecho. Unos cuerpos que, de esa manera, favorecen una membresía conservadora, que no es necesariamente la mejor calificada.
Un dato más: la exigencia de una maestría obligatoria ha supuesto también una pesada carga para el diseño eficiente y atractivo de los postgrados de derecho en las universidades de investigación, que suelen ser universidades públicas y que ahora deben dirigir una parte considerable de sus limitados recursos al máster de la abogacía. Esto es una pena, porque esas universidades han hecho un esfuerzo grande para mejorar los estudios de grados con el desafío pendiente de transformar los estudios de posgrado, un desafío que con esta estructura resulta aún más complicado de conseguir.
En el libro que se ha publicado en la Colección de la Escuela Diplomática española con el título La Cumbre de Cádiz y las relaciones de España con América Latina (coordinado por Alejandro del Valle Gálvez, Inmaculada González García y Miguel Acosta Sánchez, 2013), se incluye un conjunto de contribuciones sobre la relación entre la universidad y las escuelas diplomáticas. Me han resultado particularmente atractivas algunas reflexiones de José Ramón García-Hernández sobre las capacidades que deben tener y desarrollar los diplomáticos contemporáneos; el interrogante clave que formula María Teresa Aya Smitmans, Directora de la Academia Diplomática de San Carlos, cuando se pregunta cómo lograr una formación excelente «sin que se vuelva elitista, en el sentido excluyente de la palabra»; y las ideas de la profesora Araceli Mangas Martín. Como soy waldroniano, me gusta leer a la profesora Mangas Martín porque dice las cosas muy claras: uno puede estar de acuerdo o no con sus ideas, pero en cualquier caso no hay mucho espacio para desacuerdos semánticos, los desacuerdos con sus ideas suelen ser sustantivos. En su contribución a este volumen defiende varias ideas sobre la relación entre la Escuela Diplomática y la universidad en España, entre las que me gustaría destacar una en especial: que cada cual haga lo suyo. Para Araceli Mangas Martín:
La Escuela Diplomática debe tener por misión, casi única y fundamental, formar a los aspirantes seleccionados que reúnen ya previamente elevados conocimientos y competencias especializadas, formarles para las concretas y complejas tareas prácticas que deben asumir al representar y defender los intereses de España, formarles para el concreto oficio de diplomático comprobando, más allá de sus conocimientos, su capacidad de análisis, su compromiso con el servicio público, su capacidad de procesar información y de generar vínculos, en fin, también su probidad. No creo que sea misión de la Escuela formar a los expertos en cuestiones internacionales cualquiera que sea su destino final.
…
Pero lo que no debe ni puede ser misión de la Escuela Diplomática es entretenerse en másteres haciendo turnos de mañana y tarde (y quién sabe si pronto en sesión nocturna, maitines…) financiados con la pólvora del Rey, es decir, con dinero público de todos los españoles: los alumnos no pagan tasas en el Máster de la Escuela Diplomática y, además, se remunera al profesorado, lo que es todo un ejercicio descarado de competencia desleal y de despilfarro de fondos públicos en un momento en el que el Estado impone tasas o precios públicos por todo, incluido el mero ejercicio de derechos fundamentales. Y no basta que se alegue que el Máster de la Escuela Diplomática es “interuniversitario” por el paraguas formal que han prestado algunas universidades madrileñas, no todas y sólo algunas de sus facultades, y desde luego no siempre con los mejores profesores, amén de una distribución falta de toda lógica de las materias in toto por facultad/universidad como si repartieran un botín.
La impartición del Máster no puede constituir el núcleo o razón de ser de la Escuela Diplomática. El fin de la Escuela es volcarse en acabar de formar y modelar a sus futuros diplomáticos a partir del trabajo de formación conceptual y científica hecho en las Universidades por los futuros aspirantes, así como la formación continuada de todos ellos, preparar adecuadamente a los altos funcionarios y responsables de otros Ministerios y ser un centro de debate y exposiciones para personalidades nacionales y extranjeras.
No me consta que haya habido en España un debate serio sobre la mejor forma de emplear los recursos de formación de futuros diplomáticos en la Escuela Diplomática. Esta idea de la profesora Araceli Mangas Martín puede ser un buen punto de partida para esa discusión.
Aquí pueden descargar el libro completo.
Cirujanos de sí mismos
enero 15, 2013
Leo una cita imponente de Santiago Ramón y Cajal en un artículo muy sensato de María Amparo Camarero sobre la reforma universitaria: «El problema central de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical …. de la comunidad docente. Y hay pocos hombres capaces de ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros». Es de 1898 y podría haber sido ayer. El artículo, sin embargo, esgrime un argumento a favor de un razonable consenso en la fijación de los incentivos universitarios.