La fascinación por las islas y el Derecho Internacional, 1/5
septiembre 24, 2014
La fascinación por las islas y el Derecho Internacional
Antonio Remiro Brotóns
Las islas siempre han ejercido en mí una gran fascinación. No me refiero a cualquier clase de islas, sino a las islas que puedo abarcar con un solo golpe de vista en un día claro a tres millas náuticas de distancia, las islas que puedo caminar en uno o dos días sin perder la mar, las islas que caben en mis ojos como la figura de una mujer atractiva hasta que el zoom visual traslada el protagonismo a otros sentidos.
Cada mañana, desde la terraza de mi pequeño apartamento, recostado en la falda de un modesto acantilado en la costa levantina de la península ibérica, dirijo mi mirada a una de esas islas. Tabarca, que así se llama, es una ballena varada en la mar. Fue habitada cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el rey Carlos III decidió poblarla con familias genovesas rescatadas de otra Tabarka, a un tiro de piedra de la costa norteafricana, que habían sido sometidas a esclavitud por el Bey de Túnez. El mejor de los Borbones españoles creyó atajar, medio fortificando y poblando el páramo insular, la amenaza de los berberiscos en sus correrías y pillajes por el Mediterráneo occidental. Hoy la isla, aparte de su reclamo turístico, es punto de apoyo de una de las líneas de base rectas que orlan el perímetro peninsular por imperio de la ley para la delimitación de los espacios marinos de soberanía y jurisdicción españoles. Lástima que se requiera una moderada formación jurídica para hacer atractiva la consideración de que la isla, a diferencia de la costa peninsular, ofrece la alternativa de un baño en el mar territorial o en las aguas interiores.
Hay en el mundo otras tabarcas, de nombre o de concepto, que han sido o son el escenario de historias fantásticas y/o inflamados conflictos de intereses. El Derecho Internacional, al ocuparse de los títulos de adquisición del dominio terrestre o de las leyes del mar, ha emergido de las brasas de relatos y pasiones, de enfrentamientos y disputas, que los juristas han tratado como el entomólogo la mariposa disecada cuyo aleteo antes de ser devorada por el calor del sol ignora.
Sin embargo, los iusinternacionalistas que no huyen de la vida encerrados en una cápsula aséptica con sus artilugios y formas legales saben perfectamente que para seducir a sus cautivas audiencias no es necesario acudir a Stevenson y su isla del Tesoro, o a la isla misteriosa de Julio Verne, ni evocar la parábola cinematográfica de los supervivientes de un planeta trastornado por la licuefacción de los casquetes polares, que se agitan en los océanos con la esperanza de ‘descubrir’ la isla que se ha salvado del cataclismo. Son, por el contrario, nuestras historias, hilvanadas al hilo de las relaciones internacionales y de los conflictos interestatales, las que ofrecen un buen filón a novelistas y guionistas cinematográficos.
¿Qué decir, si no, de la piratería, de las islas Tortuga, toponimia y concepto? Amén de los tesoros legendarios en ellas escondidos, de isla Mocha a la de Coco, cabría recordar, frente al relato estereotipadamente feroz de filibusteros y bucaneros, su solidario orden social, sin bonus exorbitantes para sus capitanes y la debida protección de viudas, huérfanos y lisiados en tiempos en que los niños morían en las minas de carbón metropolitanas. Las islas Tortuga -la más célebre de las cuales fue la situada al noroeste de Haití, descubierta en 1492 y bautizada por Cristóbal Colón atendiendo a la forma de una de sus montañas- eran la base territorial de quienes no querían ser Estado y, de haberlo querido, no habrían sido reconocidos como tales, excluidos por el establecimiento del privilegio que permitía a los soberanos, ejerciendo un derecho, ser tan desalmados como los piratas.
Esos soberanos, cabecera del colonialismo, podían servirse de islas lejanas para convertirlas en presidios de su escoria criminal, como la del Diablo en la Guyana francesa que hizo célebre Papillon. Pero la isla presidio de mayor alcurnia ha sido seguramente Santa Elena, en el Atlántico profundo, donde fue internado el más grande emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, y murió, probablemente envenenado. Su reclusión fue una decisión política derivada de su condición de amenaza permanente al viejo orden europeo que puso en jaque. Hoy las grandes potencias podrían haber arbitrado un procedimiento judicial internacional por crímenes de lesa humanidad; no diré de agresión porque este es un crimen que incomoda demasiado a la corporación de los grandes hombres de estado y nunca pasará del papel couché.
Santa Elena había sido ‘descubierta’ por los portugueses a comienzos del siglo XVI. No había nativos y el primer residente fue un portugués mutilado por traidor en Goa. Su localización se mantuvo secreta durante años dada su importancia en la ruta portuguesa a las islas de la Especiería, pero ya en el siglo XVII la disputaron ingleses y holandeses, explotándola con esclavos. Los ingleses siguieron aprovechándola para internar a ‘enemigos’ de su política colonial, especialmente en el cono sur africano. Con la apertura del canal de Suez su importancia en las rutas de navegación se vino abajo y hubo de enfrentarse a la realidad de una tierra continental distante tres mil kilómetros. Con las islas de Ascensión y Tristán de Acuña compone Santa Elena el Territorio Británico de Ultramar, uno de los catorce territorios no autónomos insulares que figura en la agenda de dieciséis territorios pendientes de descolonización del ‘Comité de los 24’.
Pero hay historias más trágicas en el proceso de acomodación del mundo habitado al mundo ‘conocido’ de los Estados europeos. Sólo en la expedición que se inicia en agosto de 1519 por una flota castellana comandada por el portugués Fernando de Magallanes, despechado con su rey, podemos situar no menos de tres. Una nos refiere a la isla del estrecho que lleva el nombre del navegante luso en que abandona para morir de frío y hambre a Gaspar de Quesada, comandante de una de las naos, y al clérigo Pero Sánchez de Reina, implicados en un motín que habría acabado con su vida. Magallanes la perdió, fatalmente, meses después, el 27 de abril de 1521, en la isla de Mactán, ultimado por indígenas a quienes disgustó sobremanera su desmedido y arrogante afán por arbitrar en el orden político de los reyezuelos insulares. A los cuatro días, el 1 de mayo, y es la tercera historia, Juan Serrano, uno de los dos capitanes que habían sucedido al infortunado, fue víctima, con otros, en Cebú, de una trampa urdida por los nativos en colusión con el esclavo intérprete de Magallanes. Incapaz de alcanzar el bote que podía alejarle de la orilla, Serrano solicita a gritos de sus camaradas que no cañoneen el poblado, esperando así una muerte menos cruel. Las naves se pierden en el horizonte con Serrano arrastrado por la turba. De él nunca más se supo ¿acaso se lo zamparon los indígenas como a James Cook los naturales de Hawai, no sólo porque, como decía por propia experiencia un natural de Nueva Guinea, “los hombres saben mejor que el pollo”, sino por la fuerza y energía que los antropófagos de una cierta jerarquía creían asimilar al digerir las partes nobles de personajes a los que consideraban superiores?
La muerte del Capitán Cook
Cook había navegado arriba y abajo el Pacífico, redescubriendo islas ya antes avistadas por los españoles y buscando afanosamente la legendaria y paradisíaca terra australis incognita que el mismo Magallanes había creído vislumbrar en lo que, realmente, era Tierra de Fuego y en el mismo siglo había tratado de localizar, sin fruto, Álvaro de Mendaña.
Robert Graves ha novelado las frustraciones del noble Mendaña, que en pos del oro bíblico sí descubrió en 1567 las islas que, como no podía ser menos, tomaron el nombre de Salomón y a las que treinta años después no supo volver al carecer en la época de instrumentos capaces de una exacta medición de la longitud. A cambio descubrió más al sur las Marquesas y el archipiélago de Santa Cruz.
Si ya de por sí la vida y muerte de Mendaña –que hoy, sin ‘eñe’, da nombre a la principal avenida de la capital de las Salomon- brindaría un buen guión cinematográfico, la de su joven mujer, Isabel Barreto, que lo acompañó en su segundo viaje, ofrecería una secuela no menor. Sucedió a su marido en el mando de la expedición y alcanzó las Filipinas, permanentemente enfrentada al piloto mayor, Fernández de Quirós, en una nave espectral en la que sólo ella podía brillar. Cabría incluirla entre los iconos del feminismo avant la lettre como primera mujer Almirante y Adelantada del Océano, de no ser porque su fuerte carácter alimentó una crueldad y un egoísmo que se avienen mal con la naturaleza pacífica y solidaria del estereotipo feminista. Ya en Manila casó con un general, Fernando de Castro, encargado del Galeón del Pacífico. Ambos recorrieron los virreinatos de América entre memoriales y proyectos hasta perderse su rastro.
El Galeón del Pacífico o Nao de la China unió Acapulco, en la Nueva España, con Manila, centro de un comercio variado que giraba en torno de la seda y la plata amonedada española (los US dollars de la época) desde el último tercio del siglo XVI. La historia del Galeón, que acaba a comienzos del siglo XIX con la emancipación del Nuevo Mundo, es impresionante. No sólo por el tiempo y las vidas que se perdieron antes de encontrar los vientos y las corrientes del tornaviaje, sino por el relato minucioso de sus cargamentos, naufragios, asaltos, venturas y miserias de que ha dejado testimonio la precisa burocracia de la Corona.
Continuará
septiembre 25, 2014 at 2:14 pm
Antonio, dices que se podría hacer una película con la vida de Isabel Barreto. Esta novela de Alexandra Lapierre, publicada en castellano por la editorial Planeta con el título Serás reina del mundo, se publicó el año pasado en francés, y se presenta con tintes cinematográficos. Quizá pronto tengamos esa película…
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