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La adhesión de la Unión Europea al Convenio Europeo de Derechos Humanos, por Ana Salinas de Frías

noviembre 23, 2015

Por Ana Salinas de Frías – Catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales, Universidad de Málaga.

En diciembre de 2014, hace apenas unos meses, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ponía punto y no sabemos si final a un proceso abierto durante décadas que apunta al corazón mismo del proceso de integración europea y a la propia legitimidad política y democrática de ésta, con un dictamen contundente que sostiene la incompatibilidad entre los Tratados constitutivos y el Proyecto de Acuerdo de Adhesión de la UE al CEDH -adoptado finalmente por el CDDH (Comité Director de Derechos Humanos) y el Consejo de la UE- con el acuerdo de la Comisión Europea, negociadora en este asunto por mandato del Consejo.

Durante décadas el TJUE se vio obligado a decidir, caso a caso, sobre la compatibilidad de la implementación práctica de los Tratados -por medio de la acción legislativa institucional de Comisión, Consejo y Parlamento europeos- con el debido respeto de los derechos humanos de los ciudadanos comunitarios, dada la situación de vacío normativo en la que los Tratados -no está claro si por olvido consciente o inconsciente- incurrían al respecto. Pero lo cierto es que esta situación se hizo progresivamente más incómoda cuanto más avanzaba la UE en integración y en competencias, cuanto más primacía, efecto directo y aplicabilidad inmediata –todos atributos de cuño jurisprudencial- disfrutaban sus disposiciones, pero también cuando todos sus Estados miembros ratificaron el CEDH y se sometieron a la jurisdicción del TEDH, actualmente obligatoria, en esta materia.

Desde que en 1979, y tras numerosos casos resueltos ante el TJUE con una fórmula reiterada que apelaba tanto a las tradiciones comunes de los Estados miembros –a fin de calmar la actitud hostil de ciertos tribunales constitucionales nacionales- como al propio CEDH, la Comisión plantease por primera vez, en una comunicación al Consejo, la posible adhesión de las entonces Comunidades Europeas al CEDH, este tema no ha dejado de estar encima de la mesa y de ser una cuestión no resuelta que, no sólo creaba inseguridad jurídica –por la forma de resolver, caso a caso, y por un tribunal ante el cual el particular, ciudadano europeo, goza de una legitimación procesal restringida-, sino también porque apuntaba a la ausencia de la suficiente legitimidad democrática. Pero también apuntaba a un riesgo cierto de colisión de jurisprudencias de tribunales europeos, dado que nada impedía al particular recurrir ante el TEDH la lesión de sus derechos fundamentales como consecuencia de la aplicación de una disposición comunitaria respecto de la cual o bien no disfrutaba de la necesaria legitimación procesal para discutirla ante el TJUE, o bien no obtenía el resultado deseado tras la decisión de éste último, siendo así que sí gozaba de plena legitimidad procesal ante el TEDH, en particular tras la entrada en vigor del Protocolo adicional núm. 11 al CEDH.

Las soluciones barajadas eran básicamente tres: la adopción de un catálogo propio, netamente comunitario, de derechos fundamentales, lo que finalmente se hizo con la proclamación solemne de la CDFUE, culminada con el reconocimiento de su vinculatoriedad jurídica en paridad con los propios Tratados constitutivos tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa; el establecimiento de un recurso prejudicial ante el TEDH por parte del TJUE cada vez que se plantease una cuestión relativa a la protección de un derecho fundamental en un asunto a resolver por éste último; o, por último, la adhesión de las Comunidades Europeas –posteriormente la Comunidad Europea y finalmente la UE- al CEDH.

Los casos se repitieron ante el TJUE aumentando el riesgo de jurisprudencias divergentes; el Tratado de Maastricht, con su flamante ciudadanía europea recién incorporada, insufló los ánimos suficientes para que el Consejo solicitase al TJUE una opinión consultiva sobre una de las tesis barajadas para resolver esta ecuación con la operación más sencilla posible: si era posible recurrir al artículo 302 TCE (antiguo 235 TCEE y actual artículo 352 TFUE) para entender simplemente que la protección de los derechos humanos constituía una competencia implícita, transversal a toda política comunitaria trasferida por los Estados miembros a la CE (hoy léase UE), conforme a lo previsto en esa denominada “cláusula de imprevisión”. El Tribunal, en su impecable opinión 2/94, hecha pública la víspera de la apertura de la CIG que daría pie al Tratado de Amsterdam, trasladó el problema a los Estados, entendiendo en un razonamiento conciso y muy acertado de apenas 2 párrafos que una interpretación semejante suponía un cambio tan sustancial que debía ser políticamente aceptado por los Estados, o lo que es lo mismo, que no cabía tal interpretación generosa y abierta de los Tratados ni, en consecuencia, considerar al CEDH implícitamente incorporado en el ordenamiento jurídico comunitario; por el contrario, y sí así lo querían los Estados, éstos deberían dejar constancia de ello mediante una modificación de los Tratados, lo que no dejó de ser un “jarro de agua fría” a las esperanzas de una incorporación por la vía rápida y fácil del CEDH al orden jurídico de la UE, aunque perfectamente comprensible, dada la dificultad de hacer una aplicación –incluso mediante la interpretación teleológica, muy querida por el alto Tribunal- tan amplia de una competencia tan esencial y tan sensible para los Estados miembros.

Pero utilizar como obertura al Dictamen 2/2103 este Dictamen previo no es muy afortunado, sobre todo porque la situación de partida aquí es completamente diferente. Desde julio de 2010, una vez entrado en vigor el Tratado de Lisboa y, por tanto, el mandato de del art. 6.2 TUE aseverando que la UE se adherirá al CEDH, tras la autorización del Consejo un grupo de trabajo quedó constituido en el seno del Comité Director de Derechos Humanos del Consejo de Europa (CDDH) compuesto por 14 Estados partes del CEDH; siete pertenecientes a la UE y siete no, presididos por un Estado no miembro pero cercano (Noruega), e integrado igualmente por la Comisión (mandatada por el Consejo en junio de 2010, y vigilada de cerca por el FREMP), y comenzó su trabajos que, tras no pocas dificultades y pausas, dio su visto bueno al acuerdo de adhesión y una serie de instrumentos de acompañamiento .

El proceso se inicia con desigual suerte. Así, el CoE había procedido a adoptar el Protocolo adicional núm. 16 a fin de allanar lo más posible el camino a una adhesión futura pero considerada segura de la UE al CEDH. A estos efectos el secretariado del CoE presionó todo lo posible por simplificar el proceso de negociación, pese a que no era difícil dada su naturaleza de organización intergubernamental. Pronto quedó claro que el entusiasmo no era compartido y finalmente la sensación fue la de que la CEDH no era sino una novia largamente esperada que llegaba tarde a unos esponsales con una pareja polígama.

En efecto, antes de llegar hasta aquí la UE había agotado casi todas las opciones barajadas durante décadas. En primer lugar, una carta propia y de factura genuinamente comunitaria de derechos fundamentales, ahora ya con fuerza jurídica vinculante, aunque en todo caso con un carácter marcadamente programático. En segundo lugar, una necesaria consulta previa al TJUE en los casos en los que bien un Estado miembro de la UE, bien la UE, sean demandadas por violación de alguno de los derechos protegidos por la CEDH, dada la interferencia que ello supondría en ordenamiento comunitario en sí y en el monopolio interpretativo sobre ésta por parte del TJUE. Y, finalmente, la adhesión al CEDH, en este caso manifiestamente malograda.

Lo difícil de aceptar en este caso es que haya sido precisamente el TJUE el que haya desmantelado esa posible adhesión cuando tantas iniciativas se habían multiplicado, tantos esfuerzos se habían invertido, y tantos gastos se habían sufragado para convencer finalmente a los Estados miembros –tal y como éste solicitaba en su Dictamen 2/94- de proceder a la formalización de un acuerdo de adhesión (art. 218.6 TFUE y Protocolo adicional núm. 8 a los Tratados), que no se ha logrado hasta abril de 2013, tras casi tres años de negociaciones.

Pero lo peor no es sólo que se hayan multiplicado innecesariamente los esfuerzos y se haya tenido que agotar cada una de esas posibilidades; ni siquiera que sea el TJUE quien lo haya frustrado. Lo verdaderamente difícil de aceptar son los cuatro argumentos básicos alegados por el TJUE que no pueden entenderse sino apreciando un verdadero pecado de soberbia por parte del alto Tribunal, que no acepta en ningún caso el control de órgano exterior alguno, al menos en esta materia.

En primer lugar, porque el Tribunal imposibilita de hecho -con una interpretación absolutamente restrictiva, obsesiva e intocable de la “especialidad” de la UE como organización y de su ordenamiento jurídico (FJ 158-168)- cualquier interacción del TEDH con este ordenamiento, pues todo contacto con el mismo será considerado como una interpretación de las normas de la UE que sólo compete en exclusiva al TJUE (FJ 239, FJ 246) y dado además la existencia de un monopolio interpretativo estricto a favor del TJUE de las disposiciones de derecho primario o derivado de los Tratados europeos, resultando por tanto incompatible con el art. 344 TFUE. Hasta tal extremo lleva este razonamiento el TJUE como para afirmar que “(…) las apreciaciones del Tribunal de Justicia relativas al ámbito de aplicación material del Derecho de la Unión, especialmente a efectos de determinar si un Estado miembro está obligado a respetar los derechos fundamentales de la Unión, no deberían poder ser cuestionadas por el TEDH (FJ 186)”.

En segundo lugar, porque es incompatible con la propia existencia y legalidad de la UE someter la violación de los derechos y libertades fundamentales recogidos en la CEDH, a la jurisdicción de este último, dada la “especificidad” de dicho sistema jurídico y, muy en particular, el reparto de competencias entre la UE y sus Estados miembros, y ello a pesar de haber incorporado por primera vez en los Tratados constitutivos no sólo una clara clasificación de dichas competencias en los arts. 3, 4 , 5 y 6 TFUE sino porque, a fin de dar satisfacción a esta especificidad sin entrar a decidir sobre dicho reparto de competencias se haya incorporado un endiablado sistema de “codemandado” (art. 3 proyecto de adhesión) donde el acuerdo concede prácticamente carta blanca al TJUE para decidir al respecto (art. 3.6 proyecto de acuerdo de adhesión) antes de que el TEDH pueda entrar a valorar simplemente si la medida en cuestión infringe o no algunos de los derechos recogidos en el CEDH (ni tan siquiera sus protocolos adicionales), siendo obligatorio además agotar los recursos internos –incluidos aquellos oponibles ante el TJUE (arts. 1.5, art. 3.6 y art. 5 del proyecto de acuerdo). Un sistema, por cierto, que supuso la pesadilla de todos los miembros de grupo de trabajo que no eran socios comunitarios, que llegaron incluso a exigir la presencia de asesores jurídicos que les tradujesen el laberinto jurídico en el que el ordenamiento comunitario se les había convertido.

En tercer lugar porque, como era previsible, el Tribunal prima por encima de todo la aplicación de la CDFUE -incluido el CEDH- pese al carácter abierto y básicamente programático de ésta, a la inclusión de derechos que ni tan siquiera están incorporados en los tratados constitutivos o en el propio CEDH, y que ella misma opta, en su art. 53, por la preeminencia del CEDH, salvo en el caso de que los Estados miembros deseen proteger más y mejor estos derechos (al estilo de las cooperaciones reforzadas). Y ello porque la Carta sí responde a la especificidad del sistema de la UE en el que tanto insiste el TJUE (FJ 171-172, y en particular FJ 177 y 178). No obstante no sorprende esta interpretación casi aberrante, dada la aseveración previa del TJUE a este respecto en su conocida sentencia en el caso Melloni y que, en definitiva, insiste en conceder primacía a la CDFUE sobre el CEDH por el hecho de ser un instrumento que tiene su origen en la UE que, conforme al razonamiento del Tribunal, sirve ya al propósito de proteger los derechos humanos sin necesidad de recurrir a instrumentos exteriores que irían en contra del principio de cooperación leal o la autonomía, primacía y especificidad del Derecho de la UE, hasta el punto de afirmar que”(…) la adhesión puede poner en peligro el equilibrio en que se basa la Unión así como la autonomía del Derecho de la Unión” (FJ 194). Además de entender que en tal caso los Estados miembros estarían contraviniendo la obligación de no recurrir a sistemas externos de resolución de controversias (FJ 202).

Y en cuarto lugar porque, en definitiva, un sistema así diseñado pone en riesgo la obligada cooperación leal de los Estados miembros con la UE, pero sobre todo podía entrar en el espinoso ámbito de la PESC y de las sentencias comprometidas e irritantes del TEDH contra algunos Estados miembros, en las que ha extendido la aplicación territorial del CEDH a acciones lesivas de derechos humanos cometidos por parte de representantes del Estado –y, a estos efectos- las fuerzas de seguridad del estado lo son-, en particular en Iraq, lo que entra en conflicto si se trata de aplicar criterios de respeto obligatorio de derechos humanos a las acciones militares de los Estados en el exterior, recordándoles a éstos que “no pueden cometer impunemente violaciones de derechos prohibidas por el Convenio –derecho a la vida, prohibición de la tortura, prohibición de detención arbitraria- por el simple hecho de llevarlos a cabo fuera del territorio de los mismos” (caso Al-Sadoon o caso Al-Jedda, entre otros).

Sin embargo no está nada clara la salida de esta situación a corto plazo, dado el lógico malestar que esta decisión ha causado en el seno de la organización internacional contraparte. A este respecto cabe recordar que hasta aquí, y recurriendo a lo que puede denominarse “doctrina de la protección equivalente”, el TEDH no ha entrado a valorar el fondo de las normas comunitarias alegadas respecto de la violación de alguno de los derechos protegidos por el CEDH, como ocurrió con los casos Bosphorus o Senator Lines, pero nada garantiza que, a partir de ahora, y tras negativa tan rotunda, el Tribunal de Estrasburgo no decida o no vea mejor solución en aras de proteger al demandante que entrar en el fondo del asunto incluso si ello implica una interpretación de una norma comunitaria y al margen de la solución que el caso haya podido tener ante el TJUE. En definitiva, este Dictamen 2/2013 no sería propio del TJUE de hace unos años, pero está claro que la crisis de liderazgo nacional y europeo también comienzan a afectarle.