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La pandemia y la crisis del multilateralismo/1

julio 8, 2020

Por Ignacio Álvarez Arcá, Universidad de Málaga (nalvarez@uma.es)

El orden internacional instituido tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética muestra signos de fatiga. Quizás, un exceso de optimismo, por parte de las democracias liberales y de las élites intelectuales que confiaron en que el proceso globalizador exportaría también la democracia y los valores propios del Estado de derecho, sea origen y causa del desafío actual (“La Trampa del Optimismo” – Ramón González Férriz). Las instituciones que vertebran el sistema internacional están demostrando ser ineficientes e ineficaces para lograr los objetivos perseguidos con su creación, provocando con ello una nueva crisis del multilateralismo, o más bien la profundización en la crisis ya existente desde hace ya tiempo. Lo que resulta innegable es que la pandemia provocada por la Covid-19 no ha hecho sino contribuir a la profundización de las diferencias entre los Estados y al aumento de la incertidumbre que se cierne sobre las relaciones internacionales y, por ende, sobre el Derecho internacional.

A este respecto, la hipótesis que aquí desarrollamos toma como base la irrupción de la Covid-19 para sustentar que el orden internacional se enfrenta a una crisis –la consabida crisis del multilateralismo– cuyas consecuencias y efectos más inmediatos son imprevisibles, pero que ya permite anticipar una transformación en el modo en el que éste se configura.

Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento del sistema internacional basado en la cooperación institucionalizada, las principales amenazas a las que éste hubo de hacer frente eran exógenas. Es decir, la Unión Soviética y sus aliados rechazaban participar de manera activa en las instituciones que componían el sistema internacional y su oposición al régimen internacional liderado por Estados Unidos generaba aun más unidad que fragmentación entre aquellos Estados que formaban parte del bloque capitalista. Sin embargo, la desintegración de la Unión Soviética y el camino hacia la democracia liberal que adoptaron gran parte de los Estados de Europa del Este auguraba un periodo de distensión en la esfera internacional que, al no alcanzarse, al menos no de manera estable, ha provocado que las altas expectativas puestas en el sistema democrático liberal y en el sistema internacional de los derechos humanos se vean truncadas. Ahora, la narrativa del proceso de globalización se ha vuelto contra Occidente, debido a que las ventajas asociadas a dicho proceso han sido puestas en cuestión en el ámbito nacional e internacional y con ello, el mismo futuro del sistema de instituciones internacionales que ha sustentado el orden internacional.

Las democracias liberales llevan años enfrentándose a una crisis existencial debido, así lo entendemos, a dos fenómenos: (1) la constatación a través del ejemplo chino de que el sistema político de las democracias liberales no es el único que posibilita el desarrollo y la prosperidad y (2) el retorno de las consecuencias negativas de la globalización o, al menos de sus expresiones más negativas, que ahora afectan a estos Estados a través de expresiones de diversa índole. La principal es la ola de nacionalismo y populismo que ha transformado el panorama político interno y que se nutre del desencanto con los efectos de la globalización, esencialmente la pérdida de empleos no cualificados derivada de la deslocalización de la producción y los efectos de la crisis económica. Pero también de las consecuencias de la inestabilidad internacional y que traen causa en las intervenciones armadas bajo la premisa de la defensa de los derechos humanos y la voluntad de exportar el modelo político de la democracia liberal. Éstas están en el origen de los dos fenómenos que, hasta ahora, por el modo en el que se ha afrontado su respuesta, han puesto contra las cuerdas el modelo y relato liberal: el terrorismo internacional y la migración forzosa.

El discurso del populista y nacionalista se arroga la función de portavoz de los sectores perjudicados por las consecuencias de la globalización y reclaman recuperar las competencias soberanas que han sido, siempre según su discurso, arrebatadas por dicho proceso. De ahí que en campañas como las del Brexit (Take back control!) o de elección de Donald Trump en 2016 (Make America Great Again!) subyazga un mensaje anti globalización. Obviamente, estos procesos y decisiones han tenido hondas consecuencias en el plano internacional, ya sea por la retirada de Reino Unido de la Unión Europea o la merma por parte de Estados Unidos del orden internacional al que contribuyó esencialmente a construir y que lidera desde entonces, aunque no podemos saber hasta cuándo. Pese a todo, hay ciertas diferencias entre ambos movimientos, como también las hay con otros escenarios como los de Brasil, Hungría o Polonia. El movimiento británico estaba dirigido a desligarse por completo de la Unión Europea y así liderar, en palabras de Theresa May, el libre comercio mundial. Es decir, la motivación del Brexit era doble: tomar el control en materia comercial para recuperar el papel de liderazgo que una vez tuvo el Reino Unido –expresamos nuestras dudas al respecto, especialmente ahora que cobran más importancia que nunca los grandes bloques comerciales– y en materia normativa y de control fronterizo.

En el caso de Estados Unidos, el rumbo adoptado en política exterior desde que comenzara la presidencia de Donald Trump ha estado marcado por la imprevisibilidad. Con este modo de actuación, que podría incluso ser considerado como una estrategia, además de poner fin, al menos en parte, al modo tradicional en el que Estados Unidos ha desarrollado su política exterior, la administración estadounidense ha renunciado a liderar el multilateralismo para, en un reajuste de sus prioridades, centrarse en sus intereses nacionales. Esto nos resulta sorprendente, pues desligar el papel de liderazgo del sistema de cooperación institucionalizada de los intereses nacionales, y no digamos ya presentarlo como elementos contrapuestos, no hace sino reforzar el papel y la posición en el plano internacional de otras potencias como Rusia o China. Así, desde que Trump accediera a la presidencia, Estados Unidos se ha retirado de la UNESCO, del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático –que ha potenciado la asunción de compromisos por parte de actores no estatales–, del Acuerdo Nuclear con Irán, del Consejo de Derechos Humanos y recientemente ha anunciado su retirada de la OMS, tras haber anticipado que dejaría de aportar fondos a la organización.

La crisis sanitaria generada por la rápida expansión de la Covid-19 a lo largo del globo pone de relieve que, pese a los intentos de muchos gobernantes de dar la espalda al resto del mundo, éste está más conectado que nunca; un hecho que contrasta con el auge de los muros fronterizos por todo el planeta y con los intentos de poner límites al comercio global. En este sentido, Estados Unidos ha desplegado un comportamiento agresivo en las negociaciones comerciales al retirarse de acuerdos multilaterales para intentar concluir tratados bilaterales que le fueran más beneficiosos, recurriendo incluso a la imposición de aranceles que perjudican tanto a sus aliados como a sus propias empresas; es lo que Díaz Lanchas denomina “la paradoja de la desglobalización”. Una oportunidad que China ha aprovechado para expandir su influencia comercial al presentarse como defensora del multilateralismo y del comercio global.

El ascenso de China, aun a expensas de determinar si será capaz de consolidarse, está reconfigurando el orden internacional. Las erráticas intervenciones de los Estados occidentales en Oriente Medio y el hecho de que su política de préstamos a los países menos desarrollados no lleve aparejada la obligación de transformar las estructuras políticas para asimilarlas a las democracias liberales hace de dichas inversiones un activo interesante a través del cual China intenta afianzar su liderazgo. Todo ello pese a que, como señalan Krastev y Holmes (La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz), dicha política de préstamos genere de facto una relación de dependencia debido a la incapacidad de muchos Estados receptores de la inversión de devolverlos. Esta expansión de la influencia de China también es posible gracias al espacio que dejan los Estados occidentales al adoptar políticas proteccionistas o limitar a través de las sanciones la capacidad de actuación de sus empresas en determinados países (así lo sostiene a lo largo de su obra, Las nuevas rutas de la seda, Peter Frankopan). De ahí que sostengamos que las amenazas que se ciernen ahora sobre el orden mundial no sean exógenas, sino endógenas.

Foto: Banksy – banksy.co.uk.