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Por Mariano J. Aznar*

A la espera de ver qué decide el gobierno colombiano sobre los restos del San José –galeón español hundido en 1708 cerca de Cartagena de Indias–, otros tres casos de posible pérdida de patrimonio cultural subacuático (PCS) han vuelto a discutirse mientras la COVID19 nos mantenía encerrados en casa: en los EE.UU., una juez de distrito autorizaba la recuperación de algunos objetos del Titanic a pesar de lo señalado tanto en la legislación norteamericana como en el acuerdo de 2000 que protege el pecio, en vigor desde noviembre de 2019; en abril de 2020 se hizo pública la recuperación de 600 objetos arqueológicos provenientes de un pecio otomano del S. XVII, localizado en la plataforma continental libanesa por un viejo conocido en España: el Odyssey Explorer, barco desde el que en 2007 se expolió nuestra fragata Mercedes; y ahora mismo, en Uruguay, tres naciones –España, el Reino Unido y Alemania– intentan que los caza-tesoros no se salgan con la suya y destruyan, subastándolas, colecciones y piezas históricas provenientes del San Salvador, del HMS Agamemnon y del Admiral Graf Spee (hundidos en aguas de la República Oriental en 1812, 1809 y 1939, respectivamente).

En todos estos casos, la reacción de la comunidad científica internacional, de algunos Estados y de la UNESCO, está pretendiendo evitar el expolio: España ha propuesto a Colombia la firma de un Memorando de Entendimiento para proteger conjuntamente el San José; se va a recurrir la decisión de la juez norteamericana sobre el Titanic; Líbano y Chipre está colaborando en la preservación de los objetos, confiscados desde 2015 en Limassol; y las embajadas europeas concernidas pueden presionar diplomáticamente en Montevideo para que los caza-tesoros no se salgan con la suya. Pero aún queda mucho por hacer.

Más allá de la necesaria acción política –a través de esfuerzos diplomáticos incesantes–; además del fortalecimiento del régimen jurídico protector –con mejores legislaciones nacionales que implemente los principios y reglas de la Convención UNESCO de 2001 sobre el PCS–; junto a la creación, las sinergias y la financiación de proyectos científicos colaborativos eficaces, que nos ayuden a entender la historia de la humanidad aún bajo las aguas, es necesaria la labor más importante de todas, la que da sentido y a la vez impulsa ese conjunto de medidas políticas, jurídicas y científicas: el explicar a la opinión pública que estamos hablando de patrimonio cultural, de su patrimonio cultural, y no de “tesoros”. Hablamos de ese patrimonio cultural que nos ayuda a comprender cómo las dinámicas costeras cambiaron el modo de vida de los seres humanos hace cientos de miles de años; ese patrimonio que nos explica cómo fueron las grandes globalizaciones históricas, que se hicieron por mar y dejaron sus restos –los pecios de miles de barcos– por todos los océanos; ese patrimonio que nos muestra cómo se pescaba –¡y aún se pesca!– en las aguas someras del pacífico, del Golfo Pérsico o en los ríos de Escocia; esos objetos aún sumergidos que rememoran los rituales de las culturas pre-colombinas en América, las tradiciones locales inuit en el Ártico o las maoríes en Nueva Zelanda o en la remota isla de Rarotonga; esos restos, en fin, que nos acusan del comercio de esclavos a través del Atlántico, del Índico o del Mar del Sur de la China.

Todos esos restos –por las condiciones físicas a las que han estado sometidos en muchos casos durante siglos (humedad, luminosidad, salinidad, presión)– son frágiles “cápsulas del tiempo” que unos cuantos sinvergüenzas, profesionalmente o de forma amateur, quieren arrebatarnos y venderlas al mejor postor. Es cierto que el mayor daño al PCS no proviene de estas acciones sino de otras muchas actividades humanas en los espacios costeros y marinos que, si no son llevadas a cabo con las debidas cautelas, tienen un impacto negativo sobre el PCS (la pesca de arrastre, el dragado de un puerto, la instalación de un parque eólico off-shore o la minería marina, por ejemplo). Pero los caza-tesoros pretenden envolverse en un aura de aventura, de riesgo, de prostituido interés histórico con la que pretenden justificar su premio: los objetos recuperados del fondo del mar. Esa aura parece disculparse, incluso, por mucho autores y estilos literarios: de Verne a Vizinczey, de Hergé a Pérez Reverte.

Nuestro primer deber es explicar a los ciudadanos que al igual que no se entiende la historia sin los monolitos de Pascua, sin las pirámides mayas o egipcias, sin los templos khmer o las catedrales góticas, sin los cementerios y sitios sagrados en las sabanas africanas o los desiertos australes, tampoco se entenderá sin los drakars vikingos, las balsas polinesias, los fondeaderos del caribe, las barcas y astilleros de ribera, las naves etruscas, los juncos chinos o los galeones españoles y portugueses. Están aún bajo el agua, que hoy por hoy los protege mejor que nada. Pero debemos hacer el esfuerzo científico, explicativo, financiero, jurídico y diplomático para que el público en general conozca, entienda, aprecie y exija el estudio, la preservación y la puesta en valor tanto del maderamen de un barco naufragado en la Antártida como del maderamen tristemente comido por el fuego en la catedral de Notre-Dame.

Y, señoras y señores del gobierno y la farándula: esto también es Cultura; y Cultura con la mayúscula más grande que puedan ustedes encontrar.

* Mariano J. Aznar es Catedrático de Derecho internacional público en la Universitat Jaume I. Es miembro del Comité Internacional sobre el patrimonio cultural subacuático del ICOMOS y ha actuado como asesor jurídico en la materia para diversos Estados y organizaciones internacionales. Este artículo se publicó en el diario Las Provincias el 20 de junio de 2020.

En primer lugar, felicito al equipo que llevó el caso en EE.UU., especialmente a Jim Gould, porque ha sabido defender con constancia y sabiduría una posición plausible y razonable sobre la inmunidad de los buques de Estado de acuerdo con el derecho internacional.

Y ahora las tres notas. La primera se refiere a algo que me dijo hace unos días un gran jurista librepensador al que siempre leo con atención: ¿te imaginas la situación al revés? ¿te imaginas a un juez español no aplicando el derecho local para afirmar una regla de derecho internacional en detrimento de una empresa nacional que cotiza en bolsa? Cualesquiera sea la respuesta, cabe alabar, en todo caso, la independencia y el valor de la justicia estadounidense en esta caso.

La segunda nota se refiere a una cuestión delicada: el valor económico del patrimonio cultural subacuático. La Convención sobre protección del patrimonio cultural subacuático (2001), de la que España es parte, da una respuesta demasiado radical y poco realista a este problema, porque si bien  el artículo 4 fija unas condiciones exigentes pero bien fundamentadas para aplicar el derecho relativo al salvamento y los hallazgos al patrimonio cultural subacuático [(a) esté autorizada por las autoridades competentes, y (b) esté en plena conformidad con la presente Convención, y (c) asegure que toda operación de recuperación de patrimonio cultural subacuático se realice con la máxima protección de éste], la Norma 2 de las Normas relativas a las actividades dirigidas al patrimonio cultural subacuático establece un principio demasiado radical y desde mi punto de vista irrealista cuando dice que «La explotación comercial de patrimonio cultural subacuático que tenga por fin la realización de transacciones, la especulación o su dispersión irremediable es absolutamente incompatible con una protección y gestión correctas de ese patrimonio. El patrimonio cultural subacuático no deberá ser objeto de transacciones ni de operaciones de venta, compra o trueque como bien comercial».  Los derechos nacionales regulan estos temas por activa o por pasiva, y quién haya sentido curiosidad por algún caso famoso de los últimos años sabe que en EE.UU. el aspecto económico de la actividad de las empresas que buscan tesoros en el fondo del mar está claramente regulado. Aquí no vale decir que «el patrimonio nacional no se vende» o cualquier otra excusa para obviar la regulación del valor económico de los tesoros recuperados en el mar. Porque  todas las 595.000 monedas de reales y escudos acuñados en Perú a finales del siglo XVIII recuperadas por la empresa Odyssey no pueden tener un valor exclusivamente museístico, que las deje fuera del mercado, cuando todos los medios destacan que su valor estimado ronda los 400 millones de euros. El plan nacional de protección del patrimonio cultural subacuático está muy bien, gracias al esfuerzo de tantos profesionales excelentes, como nuestro colega el profesor Mariano Aznar Gómez, pero tiene sólo cinco años años, sí sólo cinco años (se aprobó el 30 de noviembre de 2007), y las empresas que buscan tesoros fueron sin duda un incentivo para que el plan viera la luz. En otras palabras, no es razonable ni inteligente borrar de la realidad la dimensión económica del patrimonio cultural subacuático.

La última nota se refiere a ciertas declaraciones oficiales que se escuchan estos días y que me resultan cuando menos incómodas. El caso que se decidió en Estados Unidos no tenía nada que ver con la propiedad de las monedas que transportaba la fragata, sino con la inmunidad de jurisdicción del buque español, que impide a los jueces de Estados Unidos conocer un caso para el que no tienen competencia judicial. En otras palabras, los jueces de EE.UU. no se pronunciaron sobre el fondo del asunto, sino sólo sobre su falta de jurisdicción para conocer un caso relativo a un buque de guerra español. Dicho esto, creo que el derecho internacional, interpretado según la regla de la intertemporalidad (el derecho que regía en la época en que ocurrieron los hechos), ofrece pocos argumentos persuasivos a favor de Perú en relación con la propiedad de las monedas. Sin embargo, aun cuando el derecho internacional estuviese a su favor, España hoy no debería desconocer el origen y la forma en que se obtuvieron esas riquezas, y bien haría en ser generosa con su disfrute y utilización, respetando las normas internacionales sobre actividades dirigidas al patrimonio cultural subacuático.

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