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Isla Clipperton

En septiembre de 2014 publiqué en este blog una serie de cinco entradas sobre La fascinación por la islas y el derecho internacional firmadas por el profesor Antonio Remiro Brotóns. Son unos de los textos más leídos del blog y por eso los recupero ahora para recomendar su lectura a quienes aún no los hayan disfrutado. Pueden leer las entradas por orden pinchando en la primera, segunda, tercera, cuarta y quinta partes de la serie. Me gustan todas, pero quizá mi preferida es la segunda parte dedicada a la isla Clipperton, también conocida como la isla de la Pasión. Buena lectura.

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional


Antonio Remiro Brotóns

Isla Pitcairn

Era común que los capitanes abandonaran en islas desiertas, a su suerte, a los miembros de la tripulación que desafiaban su autoridad o eran reos de ciertos delitos. Lo que no fue tan común fue el nacimiento sobre una isla desierta de una comunidad fundada por una cuadrilla de amotinados. Es el caso de Pitcairn, avistada por el guardiamarina de este nombre en 1767, aunque descubierta por Fernández de Quirós en 1606, hoy un territorio no autónomo administrado por el Reino Unido, con una cincuentena de habitantes, que figura en la lista del Comité de los 24.

Curioso caso de una población titular de un derecho de autodeterminación originada en el motín, el célebre motín de la Bounty, al que el mismísimo Lord Byron dedicó un poema, objeto de no menos de tres filmes hollywoodienses, y de decenas de libros que lo han investigado exhaustivamente. ¿Serían hoy recordados el capitán William Bligh y su primer oficial y cabeza de la insubordinación, Fletcher Christian, de no ser por este episodio de 1789, mientras en París ardía la Revolución? Seguramente no. Uno y otro habrían desarrollado con alta probabilidad una honorable carrera naval sepultada en su hoja de servicios. El drama los hizo históricos.

Bligh, que había navegado con Cook, realizó la proeza de recorrer cerca de seis mil millas marinas en un bote atestado de leales con apenas un sextante y un reloj, hasta alcanzar la costa de Timor. Christian, que había advertido la errónea localización de Pitcairn en los mapas del Almirantazgo, así como sus recursos para el asentamiento humano, condujo a los amotinados que quisieron seguirle, junto con algunos nativos tahitianos, a la isla, dando al fuego literalmente la Bounty para fijar la irreversibilidad de un destino que, contra lo que pudo desear, estaría marcado por la violencia. Faltaban mujeres o sobraban hombres. Los tahitianos eran tratados como sirvientes. Conspiraron, pues, contra los británicos. Christian cayó asesinado junto al bancal en que se empleaba como agricultor.

Se cuenta que cuando años después un oficial británico re-descubrió y desembarcó en Pitcairn se encontró con una cuadrilla de jóvenes vestidos estrafalariamente que contestaron en inglés a sus preguntas. Entonces, se dice, el marino de S.M. comprendió que esa era la lengua del Paraíso porque, ¿cómo si no, podían hablarla aquellos indígenas? Lástima que la historia sea apócrifa; de haber ocurrido cabe suponer que las respuestas fueron en pitkern, combinando el inglés del XVIII con la lengua polinesia, hoy uno de los idiomas oficiales de la isla. Realmente fue un ballenero americano, el Topaz el que arribó a la isla en 1808. Cuando el bote enviado para buscar focas, madera y agua se aproximaba a una costa que se creía deshabitada, el capitán advirtió que venía a su encuentro una canoa con tres hábiles remeros dando voces. ¿Quiénes son esos? se preguntaron los tripulantes. Observando su buena presencia y bronceada piel, uno de ellos dijo: “Curse them, they must be Spaniards!”(“¡Malditos sean, deben ser españoles!”).

Conviene precisar que la larga mano de la justicia británica alcanzó a los amotinados que no quisieron acompañar a Fletcher Christian hasta Pitcairn, prefiriendo permanecer en Tahití junto con los miembros de la tripulación que, no amotinados, habían debido seguir en la Bounty para su servicio y por la limitada capacidad del bote en el que se había embarcado a la fuerza a Bligh. Realmente los amotinados fueron sólo once de los cuarenta y dos a bordo. El capitán Edwards, al mando de la Pandora, no hizo sin embargo distingos entre los catorce que enjauló para llevarlos a la Gran Bretaña, donde sólo diez llegaron vivos y tres fueron, finalmente, ahorcados.

Pocos años después en la cercana Henderson, descubierta por Fernández de Quirós, como Pitcairn, a comienzos del siglo XVI, se vivió otra historia trágica cuando los náufragos del ballenero norteamericano Essex, atacado y hundido por un cachalote, alcanzaron su orilla y debieron practicar el canibalismo para sobrevivir hasta que fueron rescatados. Esto ocurría en 1820. Treinta años después, en 1851, Herman Melville publicaba Moby-Dick.

Mi fascinación por las islas de las que hablaba al iniciar con festivo ánimo ocioso este ensayo no se extiende, ciertamente, a determinados accidentes geográficos a los que dentro de la más libérrima calificación de rocas se reconoce un mar territorial susceptible, por añadidura, de ser acrecido con la complicidad de los bajíos. A nadie parece arredrar el hecho de que como ya en el siglo XI refería la crónica de la Navigatio Sancti Brendani, la isla del infierno era un peñasco aislado en la mar al que estaba encadenado Judas (Iscariote).

Navegatio Sancti Brendani

Un hábil trazado de líneas de base rectas puede hacer de un miserable pedrusco el eje de un perímetro desmesurado para la proyección de derechos sobre la mar, el suelo y su subsuelo. Esta circunstancia explica la acrecida litigiosidad originada en los últimos cincuenta años por y alrededor de los más modestos accidentes geográficos, en la búsqueda afanosa por tirios y troyanos de títulos históricos y la producción acelerada de efectividades más o menos sospechosas sobre protuberancias volcánicas o coralinas que se habían mirado antaño con fastidio como amenazas a la navegación y cementerio de pecios y desafortunados tripulantes. En el Caribe, por ejemplo, nombres como Roncador o Quitasueño evocan lo que se pensaba de ellos. El poeta que acusaba a los viejos reyes de mover “feroz guerra por un palmo más de tierra” no pudo, al recitarlo, concebir que en nuestro tiempo ese palmo de tierra podía concentrarse en los peñascos más insignificantes a causa de las leyes de un mar que él creía libre. Romántico, pero incierto.

Esa litigiosidad no habría existido de haberse neutralizado la proyección soberana sobre la mar de las estériles rocas incompatibles con la habitación humana, carentes de, siquiera, un árbol, incapaces de ofrecer refugio a un náufrago solitario. Hubiera bastado con hacer responsables a los Estados más próximos, a las partes en los tratados para garantizar la seguridad de la vida en la mar y a las organizaciones internacionales de cooperación marítima, de articular los medios de prevención de los accidentes navales mediante los faros y otros sistemas complementarios. Pero la evolución legal, interpretada judicialmente, ha sido la contraria. ¿Qué licencias puede permitirse el intérprete de una mala partitura?

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional

Antonio Remiro Brotóns

Hay islas que, como la magallanica terra australis incognita, han sido un rumor, un deseo, un destino aún indescifrable, islas que algunos dijeron ver elevarse en las brumas del amanecer y se esfumaron cuando se les puso proa, quien sabe si arrastradas por las más formidables corrientes marinas manejadas por los dioses. Una de esas islas, la isla Non Trubada o Encubierta, debía acompañar a las Afortunadas, las islas Canarias. Ni que decir tiene que en esa isla nos esperaba la más absoluta felicidad. Lo sorprendente –o quizás no tanto- es que esta isla es mencionada entre las demás del archipiélago a las que renunció el rey Manuel de Portugal en beneficio de España por el tratado de Évora, de 4 de junio de 1519. Así que la isla pasó a ser derecho internacional positivo tal como esas operaciones en bolsa en que se negocian futuros.

Mapa del norte de África de 1707 según Guillermo Delisle, donde se puede apreciar la isla Non Trubada al oeste de Canarias.

Si hay una responsabilidad colectiva, aunque asimétrica, en los desplazamientos forzosos por efecto del cambio climático de los naturales de islas oceánicas, aún es más censurable la deportación que otros han padecido por la codicia del capitalismo más salvaje o perversas consideraciones geoestratégicas. Para los nativos de Banaba, antes conocida como Ocean Island, fue una desgracia que la isla fuera una mina a cielo abierto de fosfato y que en ella pusiera sus ojos la British Phosfate Commission (BPC), la misma que convirtió Nauru en un agujero. La BPC adquirió la isla de Rabi en 1941 para, al término de la segunda guerra mundial, reasentar en ella con argucias y falsas promesas a los cuatro mil naturales de Banaba, condenados después a toda clase de desventuras.

No fue mejor el destino de la población del atolón de Diego García (un español al servicio de Portugal), víctimas de su privilegiada situación en el Índico. El archipiélago de Chagos, del que forma parte, fue segregado de Mauricio por el Reino Unido en 1968 a fin de mantener su dominio tras la independencia de este territorio. Los mil ochocientos habitantes fueron deportados por el gobierno británico, que quería la isla ‘limpia’ para arrendarla, como si se tratara de un gran portaaviones, a los Estados Unidos, que han hecho de ella una avanzada base aeronaval para sus operaciones entre el cuerno de África, el golfo Pérsico y los estrechos de Malacca, y en los últimos tiempos uno de sus privilegiados centros extraterritoriales de detención de sospechosos de actividades terroristas. El maniqueísmo que inspira el sentido moral de los grandes líderes políticos explica que la señora Thatcher pudiera litigar en los tribunales británicos para mantener las medidas de expulsión de los chagositanos tomadas por sus antecesores, violando miserablemente el derecho de estos pobladores a determinar libremente su destino, mientras guturalizaba enfáticamente el pretendido derecho a la libre determinación (como británicos) de la población importada en las Malvinas tras su ocupación por el Reino Unido.

Isla Diego García

Pero lo mejor para cualquier potencia son las islas deshabitadas de un archipiélago. A poco que su situación geográfica les atribuya un valor estratégico podrá alegarse que son terrae nullius, susceptibles de ocupación al margen de cualquier proceso colonial y, por ende, descolonizador. Tal ha ocurrido con las islas Malgaches (las Gloriosas, Juan de Nova, Europa, Bassas da India), en el canal de Mozambique, segregadas de Madagascar por Francia e incluidas hoy en el distrito de las Islas dispersas del Océano Índico, que –dice Francia- entraron en su acervo patrimonial por vía de ocupación. ¿Qué puede hacer frente a eso Madagascar, sino dejar estado de su protesta, mientras el asunto se mantiene, no menos muerto, en el programa de la Asamblea General?

Islotes y arrecifes coralinos deshabitados del Pacífico pueden entrar en los planes de pícaros estafadores, cubiertos o no por un barniz más o menos bíblico o pseudo-religioso. Así, puede encontrarse en la web referencia a un pretendido Kingdom of EnenKio, con asiento territorial en Wake Island y sus dependencias (Peale Island y Wilkes Island), que no alcanzan en su conjunto siete kms. de superficie. Sostienen las ‘autoridades’ del Reino una pretensión separatista respecto de las islas Marshall, que ha desmentido la implicación de sus ciudadanos en la operación, fundada como primer argumento en los desplazamientos que a dichas islas hacían los nativos de las Marshall a fin de apoderarse del ala de un ave marina que allí anidaba para rescatar su propia vida del sacrificio que, de fracasar, les esperaba en el marco de ceremonias rituales.

Wake Island

Como Dios los cría y ellos se juntan, el Kingdom of EnenKio suscribió en 1997 un tratado de paz y amistad con el Dominion of Melchizedek (DoM), también conocido como Republic of Lemuria, dominio creado en 1986 con sede social en California que reclama estatuto soberano y afirma su título sobre Karitane Island desde 1994 y la administración del Taongi Atoll desde tres años después. El Taongi Atoll es un atolón real, descubierto por Alonso Salazar en 1526, pero nadie ha sabido localizar Karitane Island,a menos que se trate de un promontorio situado nueve metros por debajo del agua al sur de las Cook. El DoM, como el Reino, ha ‘concedido’ licencias bancarias y ha emitido pasaportes y documentos de viaje, entre otras actividades. Afirma haber sido reconocido de iure por la República Centroafricana en 1993 (¡menuda recomendación!), suscrito un tratado con los Ruthenian Peoples el siguiente año y declarado la guerra a Serbia en 1998 tras reconocer la República de Kosovo, antes incluso de que los albaneses declararan la independencia cobijados en los pechos de Estados Unidos y de los más conspicuos miembros de la Unión Europea…

Más sofisticado es el proyecto de crear una ciudad-estado paradisíaca en el Caribe gracias a las nuevas tecnologías que permitirían su asentamiento sobre arrecifes y bajíos situados entre los meridianos 83º 10’ y 84º 30’ W y los paralelos 19º 15’ y 18º 15’ N, a cien millas de cualquier otro Estado: The Principality of New Utopia, una monarquía constitucional de lengua inglesa que en estos días llora el fallecimiento del príncipe Lazarus, cuyas cenizas esparcidas en esas aguas vivificarán la empresa. Intriga saber cómo accederá a la estatalidad un Principado localizado en la zona económica exclusiva de uno o más Estados de un mar cerrado como éste. Una cosa es ser propietario de una isla de acuerdo con las leyes del país soberano y otra cosa es ser soberano y reconocido como tal conforme a normas internacionales. El dinero suele facilitar lo primero; pero lo segundo requiere mayor determinación.

Ciertamente una isla deshabitada es también una tentación para que un novelista se sirva del náufrago como parábola, tal como Daniel Defoe hizo con el muy celebrado Robinson Crusoe en 1719. Sólo que, como en tanta ocasiones, Defoe encontró en parte su inspiración en el escocés Alexander Selkirk, abandonado por su capitán en 1703 en la isla más oriental del archipiélago descubierto por el español Juan Fernández en 1574, guarida de piratas durante dos centurias. Las islas principales, Más Afuera y Más a Tierra, a 600 kms. de tierra firme en la latitud aproximada de Santiago de Chile, tomaron el nombre hace menos de cincuenta años del náufrago y de su alter ego literario.

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional

Antonio Remiro Brotóns

El guano -y los huevos de tortuga- aún pueden dar algún juego adicional en las disputas sobre la soberanía insular dentro del espectro de la manifestación de efectividades que un Estado puede alegar frente a otro que carece de ellas. Sabemos que las efectividades no pueden prevalecer sobre un título de dominio preexistente, a menos que medie aquiescencia, pero cuando este título no es probado o es dudoso, las efectividades cobran una relevante significación por insignificantes que sean. Que los habitantes de San Eustaquio, posesión neerlandesa, pescasen tortugas y recolectasen huevos en la isla de Aves desde mediados del siglo XVIII no sirvió para apuntalar el título de los Países Bajos sobre la isla frente a Venezuela, como heredera de España y primera en tener allí una fuerza armada. O al menos así lo decidió la reina Isabel II de España en el laudo que dictó el 30 de junio de 1865. Pescar tortugas y recolectar huevos fue, en cambio, muy provechoso para Malasia en su disputa con Indonesia por las islas de Pulau Ligitan y Pulau Sipadan, ante la Corte Internacional de Justicia, como lo fueron otras mínimas efectividades advertidas por la Corte en los cayos en juego entre Nicaragua y Honduras, o en Pedra Branca y otras rocas menores, en litigio entre Malasia y Singapur. Descontada la inocencia, la previsión, la picaresca o la fortuna determinan la suerte de estos accidentes.

Isla de las Aves

Cualquier actividad productiva sobre un pedazo de tierra permanentemente por encima de las aguas, por reducida que sea su superficie, podría ser invocada para obviar las consecuencias que el actual derecho del mar aplica a las ‘rocas’ no susceptibles de habitación ni vida económica propia, que pueden contar con mar territorial, pero no, a diferencia de las islas, con plataforma continental o zona económica exclusiva. Cuando la isla/roca se encuentra a menos de cuatrocientas millas marinas de una costa extranjera la circunstancia de su calificación ha de influir en la delimitación de los espacios marinos de los vecinos. Curándose en salud Venezuela supo negociar en los años setenta del pasado siglo ventajosos tratados con Estados Unidos y con los países europeos con departamentos y territorios ultramarinos vecinos de Aves, pero los microestados insulares que también la rodean han planteado reclamaciones que hasta ahora mantienen embridadas las pródigas políticas energéticas de Caracas.

Aves es, por otra parte, una isla que, al parecer, se está hundiendo, lo que requiere, para mantenerla a flote, inyecciones de hormigón, tal como el mismo Japón hace en su pretendida isla de Okinotorishima, a la que su ‘descubridor’ español, Miguel López de Legazpi, primer gobernador de Filipinas, llamó Parece Vela, en 1565. Okinotorishima no pasa de ser un par de piedras que sobresalen del agua no más de medio metro en pleamar y entre las dos miden ocho metros cuadrados en medio de un atolón rodeado de un arrecife de coral sumergido con una superficie no mayor de cinco kilómetros. Sobre esa base el Japón ha derramado miles de millones para crear una estructura artificial con acero y muros de cemento que le permita reclamar una zona económica exclusiva que por el carácter oceánico de esta singularidad marina rebasaría los cuatrocientos mil kilómetros cuadrados. Se explica que China manifieste su desacuerdo cuando se pretende colar como una isla estas dos exangües rocas.

Okinotorishima

De convertirse en bajíos, ¿conservarían como adquiridos o históricos los derechos que otrora les fueron reconocidos? El cambio climático y la elevación de las aguas oceánicas pueden causar estragos. Las Maldivas, en el Índico, y Kiribati, Vanuatú o las Marshall, en el Pacífico, cuentan con islas y rocas que no rebasando los cinco metros en pleamar corren el riesgo de acabar sumergidas a tiempo parcial si las predicciones científicas -a las que los políticos primimundistas y emergentes prestan lip service, pero no plata– se confirman. Alejandra Torres Camprubí en una excelente tesis de doctorado leída recientemente en la Universidad Autónoma de Madrid, ha identificado no menos de setenta islas y atolones coralinos en el Pacífico en esta dramática situación. Interesantes cuestiones de relocalización de poblaciones y hasta de identidad, supervivencia del Estado, su proyección y límites marítimos, se plantean.

Con o sin cambio climático, las erupciones volcánicas han tenido un doble y contradictorio efecto, destructor y creativo, sobre las islas a lo largo de los siglos. Todos sabemos cómo Krakatoa reventó en agosto de 1883 desperdigando sus restos en una lluvia de piedras incandescentes y un tsunami de fuego y cenizas que asoló miles de kilómetros alrededor con pérdida de cerca de cuarenta mil vidas. Sin embargo, el mismo volcán sumergido dio a luz en 1928 a Anak Krakatau (el hijo de Krakatoa), que ha ido creciendo y hoy es una isla que rebasa los trescientos metros de altura. Los vulcanólogos pronostican que padece un mal genético que un día unirá su destino al de su padre: reventar.

Cincuenta años antes, en enero de 1835, la erupción del Cosigüina en la península nicaragüense que ocupa uno de los extremos del Golfo de Fonseca alteró radicalmente la topografía del Golfo. Un islote al que algunos mapas, como la Carta náutica de Thomas Jeffreys (1775) y el mapa de Vandermaelen (1827), llamaban Cullaquina desapareció y, en su lugar, afloraron dos, los actuales Farallones de Cosigüina, que ya se registran en el mapa de Sir Edward Belcher (1838).

Haritiri Dipla, tras redactar la voz sobre Islands para la MPEPIL, recibió el encargo de una secuela sobre las nuevas islas en que recuerda la aparición en julio de 1831, al sur de Sicilia, de una de ellas, fruto también de procesos volcánicos, cuya soberanía pudo provocar un conflicto internacional. Puesto sobre la pista, el suceso bien podría dar lugar a una comedia italiana. Nada más tenerse conocimiento de la aparición de la isla los diligentes ingleses surtos en Malta despacharon un navío, bautizaron al bebé de Vulcano como Graham e izaron su bandera. El rey de las Dos Sicilias, advirtiendo su situación entre Sicilia y Pantelaria, consideró que el bebé sólo podía ser suyo y le dio su nombre (Ferdinandea). Los franceses, apóstoles del menage à trois, lo reclamaron para sí y lo llamaron Julia. Hasta España se añadió a la lista de aspirantes.

Al final, la misma naturaleza que creó el problema vino a resolverlo al sumergir de nuevo el promontorio seis meses después de su aparición. Por si acaso aflora de nuevo, pues se encuentra a menos de diez metros de la superficie, buceadores italianos colocaron una estela reafirmando que “l’isola Ferdinandea era e resta dei Siciliani”. He leído que en 1980 un avión de los Estados Unidos bombardeó la cresta de la isla sumergida al confundirla con un submarino libio. Se non e vero e ben trovato. El volcán no tomó represalias. Resiste, en cambio, Surtsey Island, que apareció a diez millas del grupo de las Westmannaeijar, en 1963. Aunque hoy es la mitad de lo que era por efecto de la erosión, parece que sobrevivirá por más de un siglo. Reclamada sólo por Islandia no plantea controversia.

Kiribati

Cabe compartir el criterio de que toda isla emergente en el mar territorial de un Estado le pertenece; pero dado que sobre la plataforma continental la soberanía trueca en jurisdicción, la extensión del mismo criterio es, en este caso, más dudoso, aunque personalmente, si concebimos las islas como expresión natural de una plataforma que es proyección de nuestra costa esa extensión cuenta con mi simpatía. Considerar que la isla nueva es res nullius es hacer el juego de los más poderosos. Esta tesis arruinaría además las inteligentes previsiones de algunos tratados de delimitación de espacios marinos (como el indo-birmano de 23 de diciembre de 1986) disponiendo la adjudicación a las partes de las islas que puedan surgir en los espacios bajo su jurisdicción sin que ello repercuta en la divisoria. Res inter alios acta, los terceros no se considerarían obligados.

Una nueva isla puede ser objeto de litigio atendiendo a su situación entre Estados vecinos e influir en la delimitación si ésta está pendiente. Pero no debe aceptarse su ocupación por cualquiera como título de dominio ni la alteración de un tratado de delimitación en vigor apalancado por la norma de la estabilidad de las fronteras frente a la que no cabe invocar un cambio fundamental de las circunstancias de la conclusión de un tratado ni solicitar la revisión de una sentencia, al menos en los términos en que se producen los estatutos judiciales y los reglamentos y compromisos arbitrales.

Erupciones volcánicas en lugares remotos del océano pueden provocar la aparición de islas efímeras, como la Ferdinandea, o aparentes, confundidas con balsas de piedra pómez flotantes sobre las aguas. La María Theresa Reef (o Tabor Island) fue avistada en 1843 por el capitán Taber (que no Tabor) que le dio el nombre de su ballenero. Una experiencia similar fue la del capitán del Jupiter en 1878 y así –Jupiter- denominó el Reef que vio o creyó ver. El Wachusset Reef fue señalado por el capitán del barco homónimo en 1899. Otro tanto sucedió en 1902 con el Ernest Légouve Reef. La lista podría alargarse sin duda. Ninguno de estos accidentes ha sido luego visto de nuevo. Tal vez alguno de los navegantes se demoraba en la mar con una cierta carga etílica, buscaba notoriedad, sentía una fuerte frustración sentimental o era un bromista. Pero lo más probable es que su observación fuera acertada, que vio una isla que existió durante semanas o meses o creyó verla en un magma de residuos volcánicos llamados a desaparecer a corto plazo.

La cartografía suele registrar estas pretendidas islas hasta que se verifica fehacientemente su inexistencia. Lo hace por consideraciones de prudencia. No hay que escandalizarse, pues, ni ridiculizar a los responsables de los servicios cartográficos por pecar de ingenuos o por falta de rigor. Todo lo contrario. Ocurre, sin embargo, que el acceso popular a una información antes relativamente reservada por la divulgación de mapas de instituciones como la National Geographic o Google Maps, hace que las rectificaciones se conviertan en noticia. Eso ocurrió no hace mucho con Sandy Island (Île de sable), cartografiada desde finales del siglo XIX cerca de Nueva Caledonia, una vez que un barco topógrafo de la Armada australiana verificó la inexistencia de una isla en las coordenadas en que debía figurar según los mapas.

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional

Antonio Remiro Brotóns

A más de seiscientas millas al suroeste de Acapulco, la tierra firme más próxima, se encuentra uno de los dos atolones oceánicos del Pacífico nororiental, un punto de referencia en la derrota del Galeón. Su ‘descubrimiento por intuición’ se atribuye a Álvaro de Saavedra, que en su cuaderno de bitácora anotó el 15 de noviembre de 1527: “Este día aparecieron muchos pájaros y aves de tierra y señales de ella”. En el lugar donde se suponía que se encontraba, esos signos sólo podían ser los de la que se llamó, atendiendo a su topografía, isla Médanos. Algunos piratas se sirvieran de ella, insignificante y hostil, como lugar de espera del paso del Galeón para abordarlo. Uno de ellos, mediocre e irascible, fue John Clipperton, que creyó ‘descubrir’ y dio su nombre a la isla en febrero de 1705.

Isla Clipperton

Isla Clipperton

No deja de ser lamentable que un delincuente de medio pelo, que murió pobre y olvidado en Irlanda, no sólo haya perpetuado su memoria en el nomenclátor del islario del Pacífico, sino también en el de los arbitrajes internacionales. Una sentencia dictada por el exiguo rey de Italia, Vittorio Emanuele III, el 8 de enero de 1931, adjudicando la isla a Francia, puso Clipperton en el punto de mira de los expertos en Derecho Internacional, aunque ni remotamente alcanzó la proyección del laudo dictado por Max Huber meses antes en el asunto de la isla de Palmas.

La mayoría, incluidos los franceses, se limita, ignorando el contexto, a mencionar la sentencia Clipperton para argüir la importancia del animus occupandi¸ aun a falta de ocupación efectiva, para avalar la adquisición y conservación de un título legítimo de dominio en determinadas circunstancias. A fin de cuentas, la pretensión francesa se fundaba, más allá de un avistamiento en la semana santa de 1711 (de ahí el nombre alternativo de isla de la Pasión), en el hecho de que el 17 de noviembre de 1858 el teniente de navío Víctor le Coat de Kerveguen, a media milla de la isla y sobre la cubierta del mercante L’Amiral, tomó posesión en nombre de Napoleón III. Luego, sin poner él mismo los pies en tierra ni dejar signo alguno de soberanía, se había ido tan contento a Hawaii, entonces una monarquía bajo the House of Kamehameha, donde tres semanas después el cónsul francés de Honolulu notificó el hecho al gobierno hawaiano y publicó la noticia en el diario local The Polinesian.

Dado el largo tiempo transcurrido entre la conclusión del procedimiento arbitral (el 9 de julio de 1913) y la fecha de emisión del laudo (el 28 de enero de 1931), cabe sugerir que éste estaba redactado desde tiempo atrás, antes incluso de que Huber se pronunciase en el asunto de la isla de Palmas, o pudo ser modificado atendiendo a conveniencias sobrevenidas. Siempre he sospechado que la sentencia de Víctor Manuel, tan endeble en su fundamentación jurídica, vino determinada por consideraciones políticas vinculadas a intereses del gobierno Mussolini, que acababa de zanjar la cuestión vaticana con los Pactos de Letrán (1929) y buscaba aproximarse a Francia en aquellos años.

Frente al formalismo de la sedicente ‘ocupación’ francesa, meramente virtual, y la notoriedad de la toma de posesión que el real árbitro quiso apreciar contra todo buen juicio en el billete publicado en un periódico hawaiano, México podía invocar, no sólo la sucesión en derechos de la Corona española, sino –frente a la inacción francesa por cuarenta años- la ocupación efectiva por una guarnición permanente a partir de 1906, durante el Porfiriato, y hasta 1917, en que el reverbero de la Revolución, unido al efecto de las tormentas tropicales, se proyectó trágicamente sobre los olvidados y desabastecidos soldados, sus familias y soldaderas, víctimas del escorbuto, el hambre y la superstición en la más inhóspita de las islas, azotada a partes iguales por lluvias y huracanes y el más tórrido de los soles, en medio del graznido insufrible de miles de pájaros, en una lengua de tierra de un kilómetro y medio cuya anchura oscilaba entre los cuatro y los cuarenta y nueve metros y apenas dos metros y medio sobre la mar, salvo en el estrambote volcánico que coronaba el faro. Teniendo en cuenta estas circunstancias la sentencia es despiadada y el derecho, si lo es, ofrece el más perverso de sus rostros.

El procedimiento arbitral había concluido cuando se producían los más trágicos sucesos y se incubaba la decisión que hacía estéril la vejación, la violación, la muerte. El jefe del destacamento, Ramón Arnaud y los tres subordinados que se mantenían en activo perecieron en mayo de 1915 al volcar su canoa, golpeada por una mantarraya, en su delirio de ir al encuentro de una nave que creyeron otear en el lejano horizonte. De inmediato un huracán hizo la situación aún más crítica y apenas dos semanas después la ya viuda de Arnaud dio a luz un hijo póstumo.

Nunca estuvo más justificado su nombre como isla de la Pasión. Laura Restrepo lo utiliza para titular la historia novelada de aquella mínima comunidad mexicana. El Indio Fernández filmó el drama en los años cuarenta, en blanco y negro, con escasa fortuna. Una obra de teatro, con música de Manuel Obregón, ha sido escrita por Víctor Hugo Rascón Banda.

El drama no había terminado. El único varón adulto superviviente, hijo natural del gobernador de Colima, el negro Victoriano, haciendo una interpretación muy personal del derecho administrativo, entendió asumir, por su condición militar y de farero, la máxima autoridad gubernativa del atolón; dándose a sí mismo un golpe de estado se declaró rey con derecho de pernada, implantando el terror durante cerca de dos años entre la reducida comunidad de mujeres y niños que malamente subsistían, hasta que las viudas, atrayéndolo al terreno de sus goces, encontraron la ocasión de reventarle la cabeza con un par de buenos martillazos. Corría el año 1917.

Sobrevivientes de Clipperton- Foto publicada en el Periódico Acapulco y tomada en el buque USS Yorktown en 1917.

Como en el más feliz de los finales cinematográficos, que reclaman el aplauso de espectadores que durante cerca de dos horas han sido arrastrados por una interminable sucesión de penalidades, ese mismo día arribó a la isla el cañonero Yorktown de los Estados Unidos, que condujo a México al desvalido grupo, dejando a merced de puercos y cangrejos el cadáver insepulto del rufián. La oportunidad de volver al continente se había dado años antes en una circunstancia similar, pero el teniente Arnaud había rechazado, con su tropa, ser evacuado en una unidad naval de un país que estaba bloqueando los puertos mexicanos y había ocupado Veracruz. Siempre me he preguntado hasta qué punto el hecho de que antes de lograr su nombramiento para Clipperton el joven oficial hubiera estado a punto de perder su carrera por cobardía declarada en consejo de guerra, influyó en una decisión ahora heroica y, para él, fatal.

¿No debería llamar la atención que en una isla en que nacieron y murieron mexicanos, y sólo ellos, acabara ondeando la bandera francesa bajo el patronímico de un fracasado pirata inglés? ¿Por qué Francia podía estar interesada en un atolón coralino, a merced de los ciclones, donde sólo medraban cangrejos como puños, aves marinas a millares y el linaje de un par de náufragos y rijosos cerdos? La respuesta es: guano.

Es digno de admiración el papel relevante que el excremento de las aves marinas tuvo en ciertos desarrollos jurídico-internacionales desde mediados del siglo XIX, cuando el guano se convirtió, como lo habían sido las especias al comienzo de la Edad Moderna, en un producto de gran rendimiento especulativo gracias a su condición de primer e indiscutible abono natural agrícola. Eso acabó con el descubrimiento de los fertilizantes químicos; pero para entonces se había escrito una página más del derecho y las relaciones internacionales.

El guano sólo podía estar depositado a toneladas en islas desiertas o deshabitadas bajo determinadas condiciones climáticas y hacia ellas se fueron en el Caribe y en el Pacífico toda clase de aventureros y codiciosos capitalistas (a los que hoy llamaríamos inversores o emprendedores). El Tesoro de los Estados Unidos vio la ocasión de hacer caja, ocupándose del registro de concesiones guaneras, y el Congreso no dudó en adoptar en 1856 la Guano Islands Act, legalizando el negocio. Aunque con la ley no pretendió asumir soberanía sobre las islas que explotaban sus concesionarios, a menos que otras consideraciones geoestratégicas lo aconsejaran, el respeto del principio de que en la antigua América hispana no había terrae nullius se vino abajo y los fraternos conflictos de soberanía que las Repúblicas latinoamericanas trataban de solucionar invocando un evanescente uti possidetis encontraron el descreimiento de quienes les negaban título alguno sobre islas que no ofrecían signos de ocupación efectiva. No menos de setenta y cinco islas deshabitadas cayeron en las redes de la ley guanera de los Estados Unidos y algunas otras encontraron la cobertura de otras potencias sin que la doctrina Monroe lo impidiera.

Si Luis Napoléon envió un navío a Clipperton fue a instancias de una firma comercial de Le Havre que le propuso el negocio haciéndose cargo del flete. Probablemente el proyecto no siguió adelante por no ser comercialmente competitivo; lo cierto es que tras la toma de posesión por un oficial al que la mala mar tuvo tres días navegando alrededor de la isla, sin posibilidad de desembarcar, nunca más se supo de la empresa, hasta que, ya finalizando el siglo, llegó a conocimiento de París y México la noticia de que una compañía californiana estaba explotando el guano que unos y otros creían suyo. La tripulación del cañonero mexicano Democrata, menos cautelosa que la del navío francés Duguay-Trouin, desembarcó, no sin dificultades, logró izar la bandera mexicana el 14 de diciembre de 1897, despachó a los guaneros y negoció con una compañía inglesa un nuevo contrato de concesión de la explotación del guano.

El Quai d’Orsay formuló una reclamación en 1898 y propuso un arbitraje que México aceptó once años después, en vísperas de que el Presidente mexicano se exiliara en París. ¿Habría aceptado México el arbitraje de no haber caído el Porfiriato? Tal vez. A pesar de que su posesión del objeto litigioso y el limitado interés que cabía suponer en Francia le hubieran permitido dejar correr el tiempo, México era el único país latinoamericano signatario de la Convention for the Pacific Settlement of International Disputes suscrita en La Haya el 29 de julio de 1899 y el primero en ser parte de la misma (al depositar su instrumento de ratificación el 17 de abril de 1901). Más discutibles fueron los términos (o, por mejor decir, la falta de ellos) en que se negoció el compromiso arbitral y la elección del rey de Italia como árbitro absoluto, a propuesta del Gobierno mexicano, si ha de creerse lo que dice el documento, suscrito el 2 de marzo de 1909. Cuando el compromiso se ratifica, el 9 de mayo de 1911, México ya es parte (desde el 26 de enero de 1910) en la segunda Convención de La Haya (de 18 de octubre de 1907).

México, por otro lado, acató la sentencia. Tras un intento fallido de compra, el 22 de diciembre de 1933, y de examinar posibles escapatorias legales, el Congreso enmendó el artículo 42 de la Constitución, suprimiendo la mención de la isla de la Pasión que, estando sub iudice, había sido incorporada, imprudentemente o por exceso de confianza, a la Ley Fundamental en 1917 ¿Habría aceptado México la sentencia arbitral, de no estar deseando mostrar a la entelequia de la comunidad internacional su condición de país ‘civilizado’, limpiando su imagen de depredador de cristeros? En un país con tres mil islas más próximas, sometido durante el siglo anterior a un proceso coactivo de adelgazamiento territorial en el continente, la pérdida de Clipperton pudo parecer entonces insignificante. La invocación de nulidad de una sentencia basada en una apreciación muy discutible de las normas internacionales podría haber sido, en cambio, tentadora de haberse adivinado la evolución de un derecho del mar que, cuarenta años después, hacía del atolón en litigio, en medio de la nada, el cuerno de una abundancia en espacios marinos de soberanía y jurisdicción en un radio de doscientas millas marinas alrededor.

Hoy es admirable que en México, sin ánimo revisionista, pero sí de memoria histórica, una asociación civil de Amigos de Clipperton trate de difundir filantrópicamente un relato que ignora una mayoría de mexicanos. Siendo una isla en la que sólo desembarcan oficialmente expediciones científicas temporales, dejando sus estelas en las rocas, Francia permanecerá allí a menos que un cataclismo lleve al atolón a los abismos abisales, algo de lo que, en tiempos no tan lejanos, se dio errónea noticia. En 1970 el concienzudo estudioso neerlandés, J.H.W. Verzjil, refería en su voluminosa obra International Law in Historical Perspective el chisme del sumergimiento de Clipperton con posterioridad a la sentencia arbitral, considerando dudoso que, caso de reemerger, retornara ipso facto a Francia.

La fascinación por las islas y el Derecho Internacional

Antonio Remiro Brotóns

Las islas siempre han ejercido en mí una gran fascinación. No me refiero a cualquier clase de islas, sino a las islas que puedo abarcar con un solo golpe de vista en un día claro a tres millas náuticas de distancia, las islas que puedo caminar en uno o dos días sin perder la mar, las islas que caben en mis ojos como la figura de una mujer atractiva hasta que el zoom visual traslada el protagonismo a otros sentidos.

Cada mañana, desde la terraza de mi pequeño apartamento, recostado en la falda de un modesto acantilado en la costa levantina de la península ibérica, dirijo mi mirada a una de esas islas. Tabarca, que así se llama, es una ballena varada en la mar. Fue habitada cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el rey Carlos III decidió poblarla con familias genovesas rescatadas de otra Tabarka, a un tiro de piedra de la costa norteafricana, que habían sido sometidas a esclavitud por el Bey de Túnez. El mejor de los Borbones españoles creyó atajar, medio fortificando y poblando el páramo insular, la amenaza de los berberiscos en sus correrías y pillajes por el Mediterráneo occidental. Hoy la isla, aparte de su reclamo turístico, es punto de apoyo de una de las líneas de base rectas que orlan el perímetro peninsular por imperio de la ley para la delimitación de los espacios marinos de soberanía y jurisdicción españoles. Lástima que se requiera una moderada formación jurídica para hacer atractiva la consideración de que la isla, a diferencia de la costa peninsular, ofrece la alternativa de un baño en el mar territorial o en las aguas interiores.

Isla de Tabarca, Alicante, España

Isla de Tabarca, Alicante, España

Hay en el mundo otras tabarcas, de nombre o de concepto, que han sido o son el escenario de historias fantásticas y/o inflamados conflictos de intereses. El Derecho Internacional, al ocuparse de los títulos de adquisición del dominio terrestre o de las leyes del mar, ha emergido de las brasas de relatos y pasiones, de enfrentamientos y disputas, que los juristas han tratado como el entomólogo la mariposa disecada cuyo aleteo antes de ser devorada por el calor del sol ignora.

Sin embargo, los iusinternacionalistas que no huyen de la vida encerrados en una cápsula aséptica con sus artilugios y formas legales saben perfectamente que para seducir a sus cautivas audiencias no es necesario acudir a Stevenson y su isla del Tesoro, o a la isla misteriosa de Julio Verne, ni evocar la parábola cinematográfica de los supervivientes de un planeta trastornado por la licuefacción de los casquetes polares, que se agitan en los océanos con la esperanza de ‘descubrir’ la isla que se ha salvado del cataclismo. Son, por el contrario, nuestras historias, hilvanadas al hilo de las relaciones internacionales y de los conflictos interestatales, las que ofrecen un buen filón a novelistas y guionistas cinematográficos.

¿Qué decir, si no, de la piratería, de las islas Tortuga, toponimia y concepto? Amén de los tesoros legendarios en ellas escondidos, de isla Mocha a la de Coco, cabría recordar, frente al relato estereotipadamente feroz de filibusteros y bucaneros, su solidario orden social, sin bonus exorbitantes para sus capitanes y la debida protección de viudas, huérfanos y lisiados en tiempos en que los niños morían en las minas de carbón metropolitanas. Las islas Tortuga -la más célebre de las cuales fue la situada al noroeste de Haití, descubierta en 1492 y bautizada por Cristóbal Colón atendiendo a la forma de una de sus montañas- eran la base territorial de quienes no querían ser Estado y, de haberlo querido, no habrían sido reconocidos como tales, excluidos por el establecimiento del privilegio que permitía a los soberanos, ejerciendo un derecho, ser tan desalmados como los piratas.

Islas Tortuga, Mapa del Siglo XVII

Islas Tortuga, Mapa del Siglo XVII

Esos soberanos, cabecera del colonialismo, podían servirse de islas lejanas para convertirlas en presidios de su escoria criminal, como la del Diablo en la Guyana francesa que hizo célebre Papillon. Pero la isla presidio de mayor alcurnia ha sido seguramente Santa Elena, en el Atlántico profundo, donde fue internado el más grande emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, y murió, probablemente envenenado. Su reclusión fue una decisión política derivada de su condición de amenaza permanente al viejo orden europeo que puso en jaque. Hoy las grandes potencias podrían haber arbitrado un procedimiento judicial internacional por crímenes de lesa humanidad; no diré de agresión porque este es un crimen que incomoda demasiado a la corporación de los grandes hombres de estado y nunca pasará del papel couché.

Santa Elena había sido ‘descubierta’ por los portugueses a comienzos del siglo XVI. No había nativos y el primer residente fue un portugués mutilado por traidor en Goa. Su localización se mantuvo secreta durante años dada su importancia en la ruta portuguesa a las islas de la Especiería, pero ya en el siglo XVII la disputaron ingleses y holandeses, explotándola con esclavos. Los ingleses siguieron aprovechándola para internar a ‘enemigos’ de su política colonial, especialmente en el cono sur africano. Con la apertura del canal de Suez su importancia en las rutas de navegación se vino abajo y hubo de enfrentarse a la realidad de una tierra continental distante tres mil kilómetros. Con las islas de Ascensión y Tristán de Acuña compone Santa Elena el Territorio Británico de Ultramar, uno de los catorce territorios no autónomos insulares que figura en la agenda de dieciséis territorios pendientes de descolonización del ‘Comité de los 24’.

Pero hay historias más trágicas en el proceso de acomodación del mundo habitado al mundo ‘conocido’ de los Estados europeos. Sólo en la expedición que se inicia en agosto de 1519 por una flota castellana comandada por el portugués Fernando de Magallanes, despechado con su rey, podemos situar no menos de tres. Una nos refiere a la isla del estrecho que lleva el nombre del navegante luso en que abandona para morir de frío y hambre a Gaspar de Quesada, comandante de una de las naos, y al clérigo Pero Sánchez de Reina, implicados en un motín que habría acabado con su vida. Magallanes la perdió, fatalmente, meses después, el 27 de abril de 1521, en la isla de Mactán, ultimado por indígenas a quienes disgustó sobremanera su desmedido y arrogante afán por arbitrar en el orden político de los reyezuelos insulares. A los cuatro días, el 1 de mayo, y es la tercera historia, Juan Serrano, uno de los dos capitanes que habían sucedido al infortunado, fue víctima, con otros, en Cebú, de una trampa urdida por los nativos en colusión con el esclavo intérprete de Magallanes. Incapaz de alcanzar el bote que podía alejarle de la orilla, Serrano solicita a gritos de sus camaradas que no cañoneen el poblado, esperando así una muerte menos cruel. Las naves se pierden en el horizonte con Serrano arrastrado por la turba. De él nunca más se supo ¿acaso se lo zamparon los indígenas como a James Cook los naturales de Hawai, no sólo porque, como decía por propia experiencia un natural de Nueva Guinea, “los hombres saben mejor que el pollo”, sino por la fuerza y energía que los antropófagos de una cierta jerarquía creían asimilar al digerir las partes nobles de personajes a los que consideraban superiores?

La muerte del Capitán Cook

Cook había navegado arriba y abajo el Pacífico, redescubriendo islas ya antes avistadas por los españoles y buscando afanosamente la legendaria y paradisíaca terra australis incognita que el mismo Magallanes había creído vislumbrar en lo que, realmente, era Tierra de Fuego y en el mismo siglo había tratado de localizar, sin fruto, Álvaro de Mendaña.

Robert Graves ha novelado las frustraciones del noble Mendaña, que en pos del oro bíblico sí descubrió en 1567 las islas que, como no podía ser menos, tomaron el nombre de Salomón y a las que treinta años después no supo volver al carecer en la época de instrumentos capaces de una exacta medición de la longitud. A cambio descubrió más al sur las Marquesas y el archipiélago de Santa Cruz.

Si ya de por sí la vida y muerte de Mendaña –que hoy, sin ‘eñe’, da nombre a la principal avenida de la capital de las Salomon- brindaría un buen guión cinematográfico, la de su joven mujer, Isabel Barreto, que lo acompañó en su segundo viaje, ofrecería una secuela no menor. Sucedió a su marido en el mando de la expedición y alcanzó las Filipinas, permanentemente enfrentada al piloto mayor, Fernández de Quirós, en una nave espectral en la que sólo ella podía brillar. Cabría incluirla entre los iconos del feminismo avant la lettre como primera mujer Almirante y Adelantada del Océano, de no ser porque su fuerte carácter alimentó una crueldad y un egoísmo que se avienen mal con la naturaleza pacífica y solidaria del estereotipo feminista. Ya en Manila casó con un general, Fernando de Castro, encargado del Galeón del Pacífico. Ambos recorrieron los virreinatos de América entre memoriales y proyectos hasta perderse su rastro.

El Galeón del Pacífico o Nao de la China unió Acapulco, en la Nueva España, con Manila, centro de un comercio variado que giraba en torno de la seda y la plata amonedada española (los US dollars de la época) desde el último tercio del siglo XVI. La historia del Galeón, que acaba a comienzos del siglo XIX con la emancipación del Nuevo Mundo, es impresionante. No sólo por el tiempo y las vidas que se perdieron antes de encontrar los vientos y las corrientes del tornaviaje, sino por el relato minucioso de sus cargamentos, naufragios, asaltos, venturas y miserias de que ha dejado testimonio la precisa burocracia de la Corona.

Continuará

A partir de hoy y cada dos o tres días publicaré, como si fuesen fascículos, en cinco entregas, un magnífico breve ensayo del maestro Antonio Remiro Brotóns acerca de las islas, que se titula «La fascinación por las islas y el Derecho internacional». Las islas han sido un tema recurrente a lo largo de los años en las conversaciones que muchos hemos tenido con el profesor Remiro Brotóns en los despachos y los pasillos de la Facultad de Derecho de la UAM, donde él tiene su cátedra de Derecho internacional. Este ensayo da buena cuenta de la fascinación por las islas del profesor Remiro Brotóns. Que lo disfruten.