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Recomiendo la lectura del artículo publicado anteayer por Pablo Arrocha Olabuénaga en el blog Just Security con el título ‘An Insiders View of the Life-Cicle of Self-Defense Reports by UN Member States. Challenges Posed to the International Order’. En ese texto, este diplomático mexicano presenta una opinión crítica de la doctrina conocida como ‘unable or unwilling’, con la que se ha intentado justificar el uso de la fuerza contra entes no estatales. Esta doctrina surge especialmente en relación con la lucha contra el ISIS en Siria (P. Starski, ‘Right to self-defense, attribution and the non-state actor – Birth of the “unable or unwilling” standard?’ 75 HJIL 455 (2015)), y su relevancia y estatuto jurídico es objeto de numerosas discusiones académicas [M.J. Cervell Hortal, ‘Sobre la doctrina “unwilling or unable state”; (¿podría el fin justificar los medios?)’ 70 REDI 77 (2018) y R. Bermejo García, ‘Las denominadas nuevas tendencias en la lucha contra el terrorismo internacional: el caso del Estado Islámico’ 33 AEDI 9 (2017)].

Arrocha Olabuénaga, en su artículo, se refiere al hecho de que al menos trece Estados han informado al Consejo de Seguridad de NU sobre usos de la fuerza armada supuestamente amparados por el derecho a la legítima defensa del artículo 51 de la Carta de NU. En dichas comunicaciones se hacen referencias a la doctrina del «unwilling or unable», particularmente en relación con grupos terroristas. Arrocha Olabuénaga sostiene que esa práctica no equivale a una aquiescencia necesaria para generar una norma consuetudinaria internacional [véase también el reciente artículo de J. Brunné & S.J. Toope, ‘Self-Defence Against Non-State Actors: Are Powerful States Willing But Unable to Change International Law?’ 67 ICLQ 263 (2018)].

El motivo principal que alega para fundamentar su tesis es la falta de información, publicidad y transparencia que existe en el Consejo de Seguridad respecto de las citadas comunicaciones. Arrocha Olabuénaga indica que el procedimiento en el Consejo de Seguridad es oscuro y que los medios de publicidad o difusión, como el Repertorio de la Práctica del Consejo de Seguridad, que actualmente tiene una demora de dos años, no funcionan apropiadamente. Además, el diplomático mexicano ofrece ejemplos que prueban que diversos Estados latinoamericanos no estarían de acuerdo o incluso se oponen a la extensión de la legítima defensa mediante la doctrina del «unwilling or unable», especialmente frente a la vulgarización de la expresión en referencia a situaciones como el tratamiento de la caravana de inmigración hacía Estados Unidos por el gobierno mexicano o la posible calificación como terroristas a los cárteles de narcotráfico en México.

Por Nicolás Carrillo Santarelli

Tras la información sobre el derribamiento del avión militar ruso por parte de Turquía el presidente estadounidense, Barack Obama, dijo que aquel Estado tiene el derecho a defender su espacio aéreo. tácitamente respaldando como lícita aquella acción.

Es bien sabido que, como muy bien dice el profesor Antonio Remiro, a quien admiro, los Estados suelen intentar revestir sus acciones con argumentos jurídicos incluso cuando ellas contravienen el derecho internacional, con el propósito de dar un halo de legitimidad a su conducta (y tenemos el precedente de la agresión estadounidense a Irak para derrocar a Sadam Hussein, operación que de hecho fue un germen de ISIS, liderado entre otros por un alto mando militar del régimen de Hussein). Por ello, hay que preguntarse, ¿es acertada la afirmación y el respaldo de Obama a su aliado de la OTAN? ¿Podía actuar de esa manera Turquía?

A mi juicio, la respuesta es negativa. No sólo fue contrario al derecho internacional el ataque contra el jet ruso, sino que además de ilícita fue una conducta irresponsable, provocadora y riesgosa en una zona ya de por sí bastante convulsa. No puedo evitar recordar cómo estalló el polvorín de la primera guerra mundial por un asesinato (que sirvió de excusa para liberar pasiones y ambiciones latentes). Como dicen distintos analistas, los agentes turcos pudieron tener distintos objetivos en mente, pues ciertamente derribar un avión por penetrar 17 segundos en su espacio aéreo parece (y es) bastante exagerado (incluso considerando previas alegaciones de incursiones en dicho espacio, a mi juicio, al ser necesario analizar cada caso en concreto).

En cuanto a la legalidad, no puedo omitir la mención de que la doctrina y la práctica parecen favorecer en ocasiones la idea de que puede derribarse un avión cuando incursiona en el espacio aéreo de un Estado sin autorización en algunas ocasiones. Ciertamente, el espacio aéreo está cobijado por la soberanía de los Estados (artículo 1 del Convenio de Chicago sobre aviación civil internacional)  y hay consenso en que no existe un derecho de tránsito aéreo análogo al derecho de paso inocente que existe en la regulación del derecho del mar.

Ahora bien, aclarado el derecho de los Estados a preservar y decidir lo atinente a la navegación aérea en el espacio en cuestión, la pregunta que surge es si los Estados pueden libremente disparar a mansalva a quien se atreva a ingresar en él tras notificarle sobre la incursión y la exigencia de que se retire. Algunos autores, examinando la práctica, dicen que la clave se encuentra en la noción de intento hostil. Esto implicaría que cuando la aeronave militar de un tercer Estado se adentre en el espacio aéreo de otro con dicho intento, podía ser atacada. Lo curioso es que en la práctica de algunos Estados, y en la opinión de algunos autores, se estima que la noción de acción aérea hostil es más amplia que la prevista en las consideraciones generales sobre el uso de la fuerza, y que en este sentido incluiría, por ejemplo, acciones de espionaje aéreo o perturbación. Al menos ellos dicen que sólo puede derribarse un avión no militar que ingrese sin autorización en el espacio aéreo de un Estado si este realiza un ataque armado en su contra (sobre lo discutido en este párrafo, ver este libro sobre «Sovereignty and Jurisdiction in Airspace and Outer Space», pp. 157, 162, 164, 172).

Si la regulación internacional efectivamente dispusiese lo descrito (y creo que dice algo distinto, por motivos que explicaré abajo), la reciente acción turca sería ilícita. ¿Por qué? Porque en modo alguno había una acción o intención hostil de la aeronave rusa contra Turquía, que ni estaba siendo atacada o iba a serlo por ella, ni era objeto de lo que esa noción de acción hostil sugiere. Ahora bien, ¿qué decir de la idea de que Turquía podía estar en realidad intentando defender a aldeas Turkmen, con la que tienen lazos étnicos algunos turcos, frente a supuestos bombardeos rusos? Si todos estos datos probasen ser correctos, habría un problema: la llamada intervención humanitaria (noción interesante pero riesgosa, en tanto se presta a manipulación y excusas para ejercer dominación) sólo se permite en el estadio actual cuando hay legítima defensa o autorización del Consejo de Seguridad, y no ha surgido como una tercera justificación del uso de la fuerza (aunque podría emerger en un futuro), en palabras de Antonio Cassese. Alguien podría preguntarse si acaso no habría una solicitud de legítima defensa colectiva por parte de rebeldes contrarios a Assad, apoyado por Rusia. Pero esto nos lleva al dilema de quién representa al Estado. La práctica parece decantarse por quien ejerza el poder efectivo, algo que una carta Siria autorizando acciones rusas parece confirmar. Dicho esto, admito que el problema, que abre muchas puertas, sigue abierto al debate.

Con todo, creo que la noción de acción hostil es errada. Esto se debe a que estamos hablando del uso de la fuerza armada, y dicho uso se encuentra regulado por una prohibición que tiene naturaleza imperativa o de ius cogens. Esta noción jurídica dice que la norma en cuestión no admite ninguna excepción o limitación (la legítima defensa o la autorización del Consejo de Seguridad no son excepciones sino parte del contenido de la norma sobre el uso de la fuerza, y para que emerja autorización de intervención humanitaria la norma que la cobije también debe ser imperativa para poder ser válida), tiene carácter absoluto y encarna propósitos fundamentales aceptados por la comunidad internacional en su conjunto. Más aún, anula o hace terminar normas contrarias, tanto convencionales (tratados) como consuetudinarias. Por eso, una práctica no puede eliminar normas de jus cogens, y esto me hace creer que la noción de acción hostil, que comprendería más que el uso actual de la fuerza por una aeronave que incursiona en el espacio aéreo de un Estado frente al que se defiende, por más que se encuentre respaldada por la práctica, carece de efectos. Recuerden: así haya convencimiento de que aquella práctica debe ser vinculante (opinio juris), no puede surgir una práctica contraria al derecho imperativo. Esto confirma que Turquía actuó de forma ilícita, violando de hecho una norma trascendental de la sociedad internacional.

¿Y por qué lo hizo? Quizás para evitar que se debiliten rebeldes contrarios a su enemigo Assad, para evitar que adquieran poder kurdos en territorio Sirio, o por venganza o deseos de afirmar poder frente a acciones rusas contra los Tártaros de Crimea (no se puede olvidar que Turquía ha apoyado a Ucrania). Sea cual sea la verdad, la conducta es inaceptable. Y los terceros Estados y la OTAN, con su animadversión a Rusia, han callado. Sí, se llamó a Rusia desde Estados Unidos para ofrecer condolencias, pero el discurso sugiere que Turquía obró bien. También se dice que de fondo hay un debate sobre si es Turquía o Siria quien tiene soberanía sobre Hatay, provincia que se separó de Siria, aunque este último Estado, con apoyo ruso, dice que es suya y no turca. En cualquier caso, el Estado liderado por Erdogan habría tratado a los pilotos rusos como medios, desconociendo su dignidad incondicional.

Algunos autores consideran que, en este tipo de operaciones realizadas dentro del territorio del Estado que reacciona, no se aplican las normas sobre prohibición del uso de la fuerza sino que se trata de acciones policivas (aunque se admite que ellas deben ser proporcionales y no lo serían en este caso, como bien se dice en EJIL talk por Kubo Mačák). No comparto esta postura, que me parece artificiosa, pues más que territorio, lo central es si se usa la fuerza (en las relaciones internacionales), y acá se usó contra agentes de otro Estado.

Otra cuestión que amerita análisis es lo referente a las alegaciones de que un paracaidista ruso del avión derribado fue atacado y asesinado con tiros mientras descendía. Creo que esto sería una violación del derecho internacional humanitario en tanto este aviador estaba fuera de combate u hors de combat, noción que según el Comité Internacional de la Cruz Roja comprende a quienes no pueda combatir por naufragio. ¿No sería esta una situación análoga, al no poder atacar mientras descendía este soldado? Después de todo, la cláusula Martens llama a que situaciones no reguladas expresamente se traten de conformidad con criterios de humanidad, principios internacionales y exigencias de consciencia pública. Creo que una interpretación por analogía y evolutiva es necesaria en este caso. Y la acción de quienes lo mataron es diciente y cuestionable, y revela mucho de un conflicto degradado.

Rusia no es ningún Estado que se caracterice por el respeto a la legalidad internacional, y en modo alguno justifico sus acciones de agresión contra Ucrania. Estamos en una situación donde distintos poderes intervienen en un conflicto interno para sacar tajada o buscar su provecho. El pueblo sirio ha sufrido mucho, y a los terceros les importa más su beneficio político que el padecimiento dramático de su gente. Es triste ver cómo muchos republicanos se han referido a los refugiados sirios (perros, por ejemplo). Tampoco pueden ignorarse alegaciones de que, por ejemplo, Rusia bombardeó un convoy con provisiones de Turquía, lo que sería otro hecho ilícito. Las represalias armadas están prohibidas y violan la misma norma fundamental contra el uso de la fuerza. No podemos olvidar que Gandhi dijo que si todos aplican el ojo por ojo, el mundo acabará ciego.

En esta convulsa zona donde ISIS y otros operan, esperemos que aquellos que la prensa llama ‘el zar y el sultán’ recapaciten.

El diplomático argentino Alberto E. Dojas ha tenido la gentileza de enviarme su libro, Amenazas, Respuestas y Régimen Político. Entre la Legítima Defensa y la Intervención Preventiva (Editorial Eudeba 2011), fruto de su tesis doctoral defendida en la Universidad de Buenos Aires. Es un trabajo erudito sobre un tema central del derecho internacional. Se puede consultar el índice, el prólogo de la Decana de la Facultad de Derechos de la Universidad de Buenos Aires y directora de la tesis, la Profesora Mónica Pinto, la introducción, la lista de casos citados y los cuadros analíticos en la página web de Alberto: www.aedojas.com.ar. A continuación transcribo unas palabras del autor que describen el libro.

El libro procura, en esencia, desarrollar un modelo de análisis para poder prever la legalidad de los diversos usos de fuerza,  describiendo los mecanismos de atribución de esa legalidad y su evolución desde el período clásico del derecho internacional.

Los presupuestos conceptuales y filosóficos sobre los que continuamos realizando el análisis de las ciencias sociales, están aún basados, en gran medida, en herramientas y modelos desarrollados a fines del siglo XIX y durante el siglo XX. Los avances en diversas disciplinas como la psiquiatría, la antropología, la sociología, la genética y la neurobiología están permitiendo una comprensión más acabada de la conducta humana, tanto a nivel individual como social. Los nuevos descubrimientos de las neurociencias aumentan nuestra perplejidad frente a la complejidad que está apareciendo en la tradicional relación entre lo cultural o adquirido y lo heredado o genético.

El análisis práctico de una cuestión tan compleja como el uso de la fuerza en las relaciones internacionales no puede agotarse en la necesaria formalidad de las categorías jurídicas, porque como sabemos, necesitamos también del aporte de otras disciplinas como la teoría de las relaciones internacionales, la ciencia política, la historia diplomática y los estudios estratégicos y militares, para tener un adecuado entrecruzamiento de enfoques que nos permita un reflejo lo más realista posible de lo que constituye la práctica de los Estados en el núcleo de su poder, que es la capacidad militar como expresión del instinto de supervivencia y conservación de una sociedad. Es al desarrollar el análisis también bajo estas distintas perspectivas, que surge en toda su dimensión la importancia del régimen político.

La primera gran diferencia que notamos entre el enfoque tradicional del derecho internacional para analizar la legalidad del uso de fuerza y el de las relaciones internacionales, es que el derecho internacional, por necesidad, debió partir de la ficción de que el sistema internacional es, básicamente, un sistema de Estados-Nación que puede explicarse a partir del mito del actor racional, tan bien desarrollado por Allison en “La Esencia de la Decisión”. Es una simplificación necesaria porque el derecho internacional necesitaba contar con una entidad a la que atribuirle la generación de derechos y obligaciones y, lo que es igualmente importante, la responsabilidad por los actos y hechos ilícitos.

De esta manera, la mayoría de los tratadistas del derecho internacional trabajó a partir de la hipótesis de que debía definirse un uso de fuerza como un tipo legal del derecho penal, atribuírselo a un Estado y, dependiendo las circunstancias del caso, establecer su legalidad o ilegalidad. El problema que enfrenta esta simplificación necesaria es la ausencia de una autoridad superior encargada de calificar la conducta de los Estados en caso de falta de acuerdo. La similitud entre un sistema jurídico pre-estatal o “primitivo” y el derecho internacional es la inexistencia de órganos diferenciados y superiores encargados del dictado de las normas, su aplicación a cada caso concreto y la ejecución de la sentencia correspondiente: las normas jurídicas son creadas por los mismos individuos encargados de aplicarlas.

Cuando analizamos la atribución de juridicidad a un uso de fuerza en el escenario internacional, lo que comprobamos es que el proceso está más cercano a la construcción de mayorías que a un consenso claro sobre la legalidad o ilegalidad de la acción. Existe un amplio margen de disenso no sólo por la ambigüedad de las interpretaciones del derecho aplicable, sino también por la manipulación de las argumentaciones políticas y jurídicas por parte de los Estados y por la existencia de intereses que, en cada situación dada, condicionan las posiciones de los actores. Por ello, no sólo comprobamos las tradicionales categorías de “legal” o “ilegal” frente un hecho de fuerza sino también otras tres categorías que surgen del análisis de la práctica de los Estados: la legalidad de un uso de fuerza es a menudo considerada como “mayoritariamente legal” o “mayoritariamente ilegal” y, en ciertos casos, directamente como “controvertida”.

Para explicar esta complejidad es necesario tener en cuenta otra limitación del modelo clásico de definición del uso de fuerza y la correspondiente atribución de legalidad y es que, en realidad, la controversia por la legalidad se descompone en dos elementos: la definición de la amenaza y la definición de la respuesta. Es de las definiciones de la verdadera naturaleza de la amenaza y de la verdadera naturaleza de la respuesta que surge la controversia política entre los Estados. Nuevamente, el problema es que rara vez la Corte Internacional de Justicia efectúa una definición independiente y “objetiva” de la verdadera naturaleza de la amenaza y de la verdadera naturaleza de la respuesta (lo que podría asimilarse al régimen del derecho interno), sino que cada uno de los actores en una controversia intenta definir la amenaza alegada y la respuesta utilizada en términos políticos de acuerdo con su conveniencia y la decisión final recae, en las mayoría de los casos, en la lógica de poder del Consejo de Seguridad.

La legalidad de la utilización de un modo de respuesta para enfrentar una amenaza dada está relacionada con la inminencia de su consumación: cuanto más alejada en el tiempo su posible ocurrencia mayor es la tendencia a su ilegalidad: la legalidad de una respuesta armada a una amenaza es directamente proporcional a la inminencia de la consumación de esa amenaza. La doctrina de la intervención preventiva reivindica el derecho de utilizar la fuerza armada para enfrentar una amenaza que se considera inevitable y que será mayor en el futuro: cuanto menos convincente sea la prueba de la preparación del ataque por parte del pretendido agresor, mayor será también la ilegalidad de la respuesta: la inexistencia de esa prueba convierte al uso de la fuerza preventiva en una agresión.

Por todo ello, un modelo de análisis más cercano a la realidad requiere tener en cuenta cinco elementos: cómo definen los actores la amenaza y la respuesta; cuál es la naturaleza real de esas amenazas y respuestas y cómo se realiza la atribución de legalidad de ese uso de fuerza por los Estados. Las amenazas y respuestas pueden ser varias, simultánea o sucesivamente: de hecho, los Estados procuran definir la amenaza con variados argumentos y de acuerdo con su conveniencia y eligen la o las respuestas más adecuadas entre las opciones disponibles de una “panoplia de respuestas”, constituida por el conjunto de los diversos medios de respuesta de los Estados a una amenaza.

En definitiva, la atribución de legalidad está influida por la política exterior y ésta, como sabemos, por el régimen político al interior de cada Estado. Esto nos introduce en un segundo gran problema derivado del hecho de que la Carta de las Naciones Unidas sacralizó la intangibilidad del régimen político, independientemente de su carácter y de sus actos. El individuo, como tal, no fue reconocido como un sujeto de derechos y garantías. Otro tanto ocurrió con el régimen democrático. Estas dimensiones no pudieron establecerse porque al final de la Segunda Guerra Mundial el mundo quedó dividido en dos grandes bloques que tenían una diferencia crucial respecto de los derechos de los individuos y el régimen político. A pesar de los esfuerzos realizados, la posterior Declaración Universal de los Derechos Humanos no logró contar con la unanimidad que era deseable cuando fue adoptada.

Fue precisamente el fin de la Guerra Fría y la eliminación de este disenso fundamental lo que ha permitido, junto con la revolución científico-técnica y la expansión del comercio y la libertad de circulación de personas, bienes y capitales, el renacer de la cuestión de los derechos individuales y el régimen político en el escenario internacional. Desde 1989 hasta ahora han aparecido un conjunto de ideas, doctrinas e instituciones que está marcando un cambio sustancial en la agenda política y en el futuro del mundo. Como siempre, en todas las latitudes los hombres nos dividimos entre optimistas y pesimistas: para algunos, esta nueva agenda que contiene palabras como “derechos humanos”, “responsabilidad de proteger”, “tribunales penales internacionales”, “pactos internacionales” y “corte de derechos humanos”, que reflejan el surgimiento de una agenda de derechos individuales y políticos al interior de los Estados, puede perecer con el fin de la hegemonía occidental en el mundo; para otros, las tendencias a la globalización son irrefrenables y este nuevo estándar de derechos y garantías terminará por imponerse por ser una condición para que se complete el proceso de globalización.

Estos procesos no son lineales, porque las decisiones políticas están influenciadas por los intereses, la correlación de fuerzas y las visiones geopolíticas que continúan jugando su rol, pero es indudable que hay una nueva agenda internacional que está reivindicando los derechos del individuo y que está debilitando la capacidad de los regímenes autoritarios para sojuzgar, someter y martirizar a su propia población. Hay una deslegitimación del autoritarismo represivo que puede terminar por imponerse a escala global. Sin un estándar mínimo compartido por toda la Humanidad no podremos tener una verdadera sociedad global. La pregunta que debemos hacernos es cuánto debemos aún esperar para que la Carta de las Naciones Unidas, concebida como el texto constitucional de la sociedad global, termine dejando de lado el anacronismo de la intangibilidad absoluta del régimen político e incorpore un capítulo de derechos y garantías individuales, similar a toda Constitución de un país democrático.

Las organizaciones no gubernamentales, los partidos políticos, los diversos tipos de asociaciones civiles y una parte importante de la opinión pública internacional reclaman crecientemente que los Gobiernos y las Naciones Unidas cumplan un rol positivo en defensa de la paz y los derechos humanos. Por supuesto, no se trata de una progresión simple: en materia de valores, las sociedades democráticas pueden experimentar retrocesos y las sociedades sometidas a regímenes autoritarios abrirse aceleradamente. Por otra parte, el cinismo político no es exclusividad de las dictaduras, ni hay una “necesidad” o “ley” histórica en este proceso: los grandes motores del cambio son la sociedad civil, la cultura, la participación política, el capital social y la calidad institucional, elementos todos que aseguran la supervivencia y perfeccionamiento de una sociedad abierta. Del mismo modo, es el desarrollo de una opinión pública global, de una sociedad que se piensa a sí misma en términos universales, que se interesa por lo que pasa en todos los rincones de la aldea global, que participa y demanda, lo que finalmente hace que las instituciones funcionen y avancen en un sentido más evolucionado.

Como es explicado en el libro y comprobamos incluso en estos momentos por la situación que atraviesan diversos países, continúa vigente la tentación de reemplazar los regímenes autoritarios, combatir a los regímenes hostiles o resolver el problema de los llamados “estados fallidos” mediante el uso de la fuerza. La experiencia recogida desde la segunda posguerra hasta ahora parece dar la razón a aquellos que creen que el sistema democrático no puede implantarse militarmente en una sociedad, sino que puede, eventualmente, sólo restaurarse en sociedades con una cultura y tradición democrática preexistentes. Sin embargo, las razones por las que una sociedad se convierte en democrática (como realización de un conjunto de valores) excede la simple remoción de un régimen autoritario y la realización periódica de elecciones, sino que tienen que ver con un conjunto de valores, circunstancias y condiciones, entre los que la historia, la cultura política y un sistema competitivo de partidos tienen un rol preponderante. La democracia requiere también la existencia de un adecuado nivel de vida para las mayorías, de un capital social y de una sociedad civil activa para asegurar el desarrollo de sus instituciones y economía. Todos estos elementos condicionan las transiciones de un régimen autoritario a una democracia consolidada, procesos que pueden extenderse considerablemente en el tiempo así como sufrir retrocesos importantes.

La Humanidad se enfrenta aún hoy con la esclavitud, el racismo, el genocidio y la discriminación por género, raza, cultura, religión o ideas políticas. Aún podemos conversar con personas que sufrieron los campos de concentración nazis, la limpieza étnica, la discriminación racial o el genocidio de Estado. Los avances en los distintos campos de la ética y la moralidad social hacia contenidos que hoy consideramos valiosos, no sólo son recientes, sino que aún integran un programa de acción que está lejos de considerarse completado. Para la configuración de una única comunidad a escala global que elimine el recurso a la fuerza como medio para la solución de controversias, debemos aún terminar de construir un consenso sobre un sistema de valores compartidos que tenga su centro en la intangibilidad de la persona humana.

Desde el punto de vista argentino, este programa de acción no es sólo un reencuentro con las ideas de nuestros grandes publicistas, sino también con un conjunto de valores que están sacralizados en nuestra Constitución Nacional, que constituyen un estándar mínimo cuya vulneración no podemos considerar aceptable a nivel internacional, si queremos que la sociedad global avance decididamente en la materialización de un sistema global centrado en los derechos humanos y el régimen político democrático. Un mundo basado en este paradigma será, seguramente, también un mundo más seguro en el que podremos desarrollar pacíficamente todas nuestras capacidades individuales y sociales.

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